Cuando Gregorio Samsa se despertó una mañana después de un sueño intranquilo, se encontró sobre su cama convertido en un monstruoso insecto. Se veía en el espejo del armario, tripa arriba, con las patas moviéndose, unos ojos saltones, un pequeño rabo y un derrame de líquido gelatinoso que le salía por la boca. Podría ser una cucaracha gigante. A su lado, respiraba pesadamente Gloria, su mujer. El reloj de la cómoda, allí enfrente, marcaba en fosforescente las ocho y ocho de la mañana. Era un domingo de verano, caluroso, a fines de junio.
Intentó hablar y le salió un ruido sordo, parecía un crujido, entre el croar de una rana y el barritar de un elefante. El fluido pastoso se expandió por la cama sin poder evitar que
llegara hasta la mujer. Ella se movió inquieta. El hombre vio de reojo cómo gesticulaba con una expresión de burla. Seguro que estaba soñando contra él en una de esas historias habituales que después no se cortaba un pelo en narrarle con todo el lujo de detalles, como la del viernes, en la que ella le aplicaba tortura lentamente a modo de venganza. Según Gloria, Gregorio se lo merecía por sus comportamientos rastreros. Tras estas lucubraciones, tomó de nuevo conciencia de que se había convertido en un bicho asqueroso. La cosa no era baladí porque estaba despierto, naturalmente, y comenzaba a sentir un olor fétido y un sabor extremadamente dulce. Dudaba si avisar a su mujer. Pero no, no era conveniente, si ella se despertaba en ese momento, probablemente aprovechara para escacharlo sin sensación de asesinato, como si fuera una cucaracha de verdad, lo mataría, por lo que no podría avisar a la gorda y su deuda quedaría sin pagar en fecha, se le pedirían cuentas a sus herederos y descubrirían su vicio. Saldría en los telediarios.
Siguió cavilando en la cama sin probar a moverse ni a proferir ese ruido extraño de antes. Se puso a analizar los hechos en busca de cabos que le llevaran hacia alguna causa para su metamorfosis. Recordó que el jueves de esa semana, en la visita semanal al club, un hombre demacrado lo paró a la entrada y le susurró algo extraño, unas palabras de ritual o algo así, un hechizo o una maldición, y sonrió siniestro, con la misma expresión vengativa que Gloria le arrojaba mientras le contaba sus sueños. Tenía la típica presencia del padre dolido. Después, la encargada, la gorda, se comportó distante, no como las otras semanas anteriores, que siempre lo trató como un buen cliente, y no podía ser menos porque pagaba a mes vencido dos mil euros, una alta tarifa por las contraprestaciones que le ofrecían, nada fáciles de obtener en una población de ese tamaño. En Madrid siempre encontró más oferta, pero, desde que el partido le propuso regresar a su ciudad de origen para liderar la delegación regional, su inclinación no se contentaba fácilmente.
Miró la hora, las nueve y nueve. ¿La despertaba para que le diera la vuelta y así lograr la posición de andar? La fuerza de esas patas delgadas no era suficiente para volcar el caparazón. Las tortugas mueren así. ¿Y las cucarachas? De todas maneras, algo le decía que podría revertir el suceso gracias a su secretaria, que siempre encontraba remedio para cualquier dificultad. Volvió a mirarse en el espejo fijamente, escrutando cada milímetro de su nuevo cuerpo, estirando cada pata en su máxima extensión, examinando ese vientre ligeramente inflado. Ningún problema en su vida había quedado sin solucionar. Se requería paciencia, dinero y mano izquierda, herramientas que le sobraban.
Aquella chiquilla también le dio mal fario. Más joven de lo corriente, su mirada no era ni de ingenuidad ni de sumisión. Quiso rebelarse la muchacha, se le notó cierto temor cuando miró a la gorda, y no se atrevió finalmente a escaparse y ni siquiera a quejarse. Aunque no tenía pechos, se le adivinaban unos futuros pezones grandes, lo que siempre le gustó… Tez morena, de gitana, pelo rizado en melena corta, mirada para despreciarlo y otra letanía, sonido a conjuro.
Cuando Gloria abrió los ojos, a las diez y diez, exclamó: “¡Al fin, Gregorio, qué alegría!”. Es casi seguro que cuando lo aplastó con la lámpara de la mesilla, ya habría muerto por culpa de aquella pérdida de secreción tan abundante.
Texto: ©José Antonio Prades
Este relato forma parte del libro TINTAS DISTINTAS del grupo 3d3
La vida de una cucaracha que, por desgracia, llegó a ser humano y se convirtió en político pederastra, pero nada durante toda la vida, y la realidad regresa siempre.
ResponderEliminarGregorio metamorfoseado en lo que se merecía.
ResponderEliminarToda una historia karmática que es un placer volver a leer.
Un abrazo grande