La Navidad ya planea sobre la ciudad como buitre a la espera de la carroña. Sobrevuela disfrazada envuelta en luces, estrellas y consumo en espera de los que flaquean para deshuesarlos. En la plaza juegan tres niños. Dos se tiran una pelota, el tercero es el “perrito” que va de un lado al otro en una silla de ruedas en su intento de dejar de ser el perro. Tiene un gorro de Papá Noel encastrado en la cabeza y se afana remando en su sillita en busca de la pelota, sin escuchar las risas de los otros dos, su esfuerzo lo impide. Risas victoriosas, risas consecuencia del mérito que se otorgan por hacer bailar al perrito en su silla de ruedas. -Corre perrito, corre perrito- El chico de la silla acepta el juego, estamos en Navidad y es una forma de que alguien que no sean sus padres, compartan con él este tiempo. Es sabedor que la vida le ha regalado un hueso y que por mucho que lo intente siempre se “lo quedará”, los perros comen huesos. Esa fue la primera estampa que me acuchilló camino del Corte Inglés a cumplir con la hipocresía del obligado regalo navideño a mi novia. La única mujer que aún trato de conservar. Es la única de las que he tenido que puedo pasear por la calle y presentarla sin avergonzarme. Las otras han sido gordas o cuando abrían la boca le faltaba algún diente, carecían de solvencia verbal y casi todas derrochan verborrea insustancial.
En la puerta del Corte Inglés una rumana gorda repite con letanía “Feliz Navidad, caridad para comer”. -¿Caridad para comer? ¡Si comes más revientas cabrona!- pensé. Mi único objetivo era