04 febrero, 2012
Odontología
Una mañana de domingo, muy temprano, encontré a mi hijo sentado sobre la cama, sosteniendo su bate de béisbol con ambas manos, pegado al pecho palpitante. Tenía los ojos como platos, y parecía que se le iban a salir de las órbitas; llevaba el pijama pegado a la piel por el sudor, y jadeaba con nerviosismo insano, casi contagioso. A sus pies yacía un diente de leche, el primero que se le había caído, y que habíamos dejado la noche anterior bajo su almohada.
Junto a él, esa almohada estaba hecha trizas de un modo casi aterrador, atroz, y no se me habría ocurrido culparle porque esos desgarros eran imposibles para un crío de su edad.
Al verme aparecer no dejaron de castañearle los dientes, ni de temblarle las rodillas. Ni siquiera se movió, quieto como un guardián de piedra entre su fortín de sábanas.
- El ratón que dijiste, papá. ¡Vino el ratón!
Texto: Enrique Trenado (El hombre de Alabama)
Narración: La Voz Silenciosa
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La verdad es que, si lo piensas con frialdad, es un poco asqueroso que un ratón ande por tu almohada, por mucho que te deje regalos.
ResponderEliminarEso pasa por jugar con fuego, es decir, jugar con la imaginación de los niños que es más real que la realidad.
ResponderEliminarMe ha encantado.
Muy bueno, Enrique. Muy bueno.
ResponderEliminarLuego nos quejamos de la violencia infantil... Si es que se tienen que defender, los pobres.
ResponderEliminarU texto divertido, imagino el jadeo nervioso del chiquillo después de dar tantos palos. Pobre ratón. Si fuera gato, guardaría distancia al niño y a su mayores, por si a estos les de por contar la histoia de "EL gato con botas"...
ResponderEliminarSaludos