El primer día del curso que cumplí diez años, cambió mi vida.
Fue una variación inapreciable para los demás, porque no hice alarde, básicamente por miedo: al ridículo, a que me considerasen loco, a que pretendieran meterme en un circo, como una atracción de ésas que algunas veces acudían a mi ciudad.
Mi padre me había advertido seriamente, ‘Cuidado con las gafas, no te vayan a dar un balonazo y se rompan’. Lo tuve en cuenta y salí al recreo sin anteojos. Acabé de portero de uno de los multitudinarios equipos que durante la media hora de libertad vestida de griterío y carreras desorientadas, jugaban a algo similar al fútbol. La cosa iba tranquila, pues era casi imposible que la pelota llegase a mi portería. Aunque había unos diez delanteros, la defensa tenía los mismos elementos, a veces más.
De pronto, sorpresivamente, un balón disparado desde la distancia esquivó todos los cuerpos que surgían en su trayectoria y se estrelló en mi cara.
El gol no subió al marcador, porque
mis narices (no pequeñas) hicieron de escudo impenetrable. El impacto fue tremendo. Sentí un estallido en el interior que casi me tumba; pero mantuve el tipo. Los compañeros me felicitaron efusivamente, y aguanté el dolor sin derramar ni una lágrima. Pensé, como un relámpago, en papá, y sentí una honda satisfacción: las gafas estaban a salvo.
Pero empecé a notar algo extraño. Todo el aire que llegaba a mi pituitaria se transformaba en colores. No perdí el olfato, simplemente su efecto se duplicaba, era como si oliera y viera por las narices al mismo tiempo. Al entrar en la clase, el olor conocido como ‘a humanidad’, era color cemento. El del membrillo era de sol blando, el de las rosas era de atardeceres en otoño, el de los baños del patio se parecía al óxido de las chapas que había por el suelo, los gorriones olían a verde azúcar. Al principio pensé que sería temporal, pero el paso de los meses intensificó la reacción. Llegó a ser inaguantable ver azules, donde otros olían perfumes, o grises donde había pestilencia, o amarillos al besar a mamá…
Pero el día que me enamoré, y descubrí que la fragancia de la chica que me acarició las narices era color amanecer, supe que, quizá, podría aprovechar aquel balonazo para algo que mereciera la pena.
Texto: Amando Carabias María.
Narración: La Voz Silenciosa
Narración: La Voz Silenciosa
Muy original esta forma de tratar la sinestesia, Amando.
ResponderEliminarUn buen relato
Precioso ese balonazo y el oler en colores. Maravilloso texto. Un abrazo.
ResponderEliminarAmando, reconozco que cuando empecé a ver el mundo del fútbol reflejado en este texto pensé que me iba a dejar indiferente. Pero ese balonazo lo cambió todo: el texto, las percepciones de su prota, el interés que me ha despertado.
ResponderEliminarExcelente forma de atribuir una dimensión extra a los olores.
Esta segunda parte me hubiera gustado escribirla a mí.
Ha sido todo un disfrute leer, entre palabras, lo olores más hermosos.
ResponderEliminarAmando,a mi me pasó como a Ana, pero enseguida me dí cuenta de que tú, al igual que tu protaginista,sabrías "aprovechar aquel balonazo para algo que mereciera la pena" y así ha sido,
ResponderEliminartu relato huele a arcoiris.
Aunque en el lenguaje callejero te dirian: "tu protagonita se quedó flipando en colores Amando "
Un cordial y afectuoso saludo
Vaya abanico de olores, colores e imágenes. Estupendo Amando.
ResponderEliminarPoética suma y confusión de sentidos.
ResponderEliminarTexto ligero y profundo a la vez. Diría que se trata de un cuento verde que huele a río.
Abrazos!
Un texto de fácil lectura y sorprendente. Me ha gustado mucho. Un abrazo.
ResponderEliminarGracias a todos por vuestros comentarios y, muchas gracias a la Voz por escoger este relato, hasta ahora no lo había visto.
ResponderEliminarUn texto "lleno de colorido" que nos transporta al mundo de las sensaciones, con esa frescura que nos hace fácil su lectura mientras nos deleita sus (C)olores : "El del membrillo era de sol blando..." ¡Qué envidia de olfato!
ResponderEliminarMuy bien, Amando. Me alegro de que vayas fuera de concurso (jeje). Nos narrar una historia que transcurre con placidez por los recuerdos de nuestra infancia —sobre todo los que solo valíamos para porteros—. Luego se produce un giro sorpresivo, y como los árboles en flor estallas en primavera de colores olorosos. Un buen trabajo. El final feliz nos deja una sonrisa.
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