Aquella bandeja de borde
dorado y con enormes flores de colores que invitaban a la esperanza viajaba
diariamente, y muchas veces, por el iluminado pasillo que unía la cocina con la
estancia donde se albergaba y custodiaba a la flor más frágil y querida.
Su
murmullo afligido y pesaroso se sentía por toda la casa porque nunca era vacío
y solitario, siempre peregrinaba escoltado por algún camarada. Algunas veces
por la colisión histérica de botes de fármacos que aliviarían el dolor, otras
por el tintineo suave de una cucharilla repicando en la taza de caldo caliente
que mitigaría los escalofríos y otras por el rechinar de los platos entre sí
que casi siempre retornaban intactos a su origen.
Aquella
banda sonora de porcelana y cristal se quebraron junto a ella una calurosa
mañana de agosto.
Quizás
por eso odie comer en la cama.
Qué tristeza su recuerdo...
ResponderEliminarPrecioso microrrelato.
Un abrazo.
De los que dejan la mirada bañada en melancolía.
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