En la soledad del taller, las pinturas nos liberamos del estatismo al que nos sometieron los alumnos. Me cuesta levantarme de la cartulina blanca —me absorbió demasiado—, pero al final lo logro.
Frente a mí, el óleo de “Ofelia viva” —una pintura de un estudiante del ciclo superior— se desliza por la pared que la cuelga hasta que se define nuevamente la figura femenina. Ella me sonríe. Yo, tomando la iniciativa, con mi brazo me enlazo al suyo y la invito a caminar.
Bajo una de las arcadas de la galería nos suspendemos en el tiempo, nos acariciamos los rostros, jugamos a mancharnos las mejillas. Y aunque ella no lo diga, mi monocromía denuncia en su carita una mezcla de gracia y curiosidad. Cuando el juego de las caricias y manchas llega a su fin para liberar el deseo que se venía gestando, nos besamos.
Con la humedad intensa de la pasión, la textura de mi boca de acuarela se deforma. Avanza la humedad, gana el territorio de mi rostro y desfigura mis facciones. Ya ciego recorro su cuerpo con mis manos y juego a ser el pintor de Ofelia, una obra que no me pertenece pero que voy conociendo más íntimamente que su propio creador.
Texto: Diego Alejandro Majluff
Y luego llegará el alumno a rematar su Ofelia y notará algo, acaso una nueva sensibilidad que, quizá, le estremezca...
ResponderEliminarDemasiado!
ResponderEliminarMe encanta la sutileza de tu relato...
Felicidades
María Estévez
Sin duda, un relato con mucha belleza, con mucho tacto.
ResponderEliminarEnhorabuena.
Abel Jara Romero
No hay mejor manera de conocer bien una obra, que dejarse empapar de todo lo que ha puesto su creador en ella. Buen texto. Enhorabuena
ResponderEliminarComo cualquier obra de cualquier artista que se precie hay que empaparse de ella hasta el tuétano.
ResponderEliminarMuy bueno. Destila sensualidad y amor por la pintura.
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