15 agosto, 2013
Un otoño en pleno agosto
Solía aparecer llegada la tarde. Por más que intentaba distraerme con las tareas de la casa, me veía apagando luces y cerrando puertas que él iba dejando abiertas a posta. Su figura delgada se distinguía vagamente saliendo de las paredes o escurriéndose tímidamente de camino hacia algún recoveco. Poco antes de que muriera coincidíamos en los balcones de nuestras respectivas casas, cada uno apurando su cigarrillo: él a escondidas de su novia, y yo… por dejar escapar el humo.
No he contado a nadie que mi vecino murió y que su fantasma anduvo pululando por mi casa. Tampoco sé la razón por la que quedó atrapado en los confines de mi salón. Recuerdo que me afectó muchísimo su muerte. Había asociado su larga ausencia a un posible viaje. Y cuando un día, pasado unos meses, me tropecé con su novia, y me lo dijo. Lloré, lloré desconsoladamente al comprender de pronto muchas cosas. Mi joven vecino estaba muy delicado de salud, y yo sin enterarme. Y cómo iba a saber nada si nuestra amistad se limitaba a saludarnos de terraza a terraza. Es cierto que lo encontraba muy flaco. Se había dejado crecer la melena que recogía en una cola. Se agachaba, de cuclillas, a observar las plantas, los árboles, las enredaderas… Lo hacía con la elegancia de un gitano, de un Cristo
larguirucho cuyos movimientos estuvieran destinados a acariciar la floresta que crecía sobre las macetas. Su terraza era un paraíso. Y una honda tristeza me iba invadiendo cada vez que al mirar desde mi ventana sabía que no estaba: solo persistía la quietud de las hojas secas de un otoño en pleno agosto. Pensaba, “si es que lloro por mí, no por él. Es la congoja fruto de la soledad, del miedo a la muerte, al rastro de la muerte. Lloro porque… no me queda nadie por quien hacerlo”.
La primera vez que apareció regresaba yo del trabajo, lo vi reflejado en la vidriera del salón. Supe que era él, y no me causó miedo ni sorpresa. Su presencia volátil −por qué no decirlo− más que perturbarme me producía una grata sensación de compañía.
A mediados de noviembre recibí tu llamada invitándome a este viaje. Me vi organizando maletas cuando, echada la noche, me di cuenta que no estaba. Tal vez se había ido. O quizá… lo dejé ir.
Texto: Dácil Martín
Narración: La Voz Silenciosa
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Te vendes cara, Dácil, pero la espera ha merecido la pena.
ResponderEliminarQué bien recreas el recuerdo, la persona que fue, de alguien pudo haber pasado sin pena ni gloria por la vida de su vecina (o es un vecino? no lo se, tampoco importa), pero que deja su huella.
Qué delicia de texto, emotivo sin llegar a la sensiblería, lleno de nostalgia y, a un tiempo, de esperanza.
Me ha emocionado y, a la vez, he disfrutado al leer este texto tan bien escrito.
También, yo, soy una especie de fantasma que pulula por esta Esfera, y aparezco de tarde en tarde. Creo que, a veces, me atrae el aroma de los textos, como éste de Dácil. Un texto bello y sensible, como reconoce Ana, con ese toque de realismo mágico, donde abunda lo sicológico: la soledad, la nostalgia, la muerte. Y ese final que nos hace reflexionar y pensar en todos los fantasmas que llevamos dentro, y que algún día tendremos, también, que dejar que se vayan.
ResponderEliminarLo primero que se me ocurre, por enlazar con lo dicho unos pisos más abajo, es que el primer párrafo es un buen ejemplo del uso del gerundio, y como con ese perpetuo movimiento que indica este modo verbal el lector se adentra en el texto.
ResponderEliminarUn texto cuyo valor más evidente, a mi modo de ver, es la emoción que desprende, y una pregunta que deja flotando en el aire: ¿hasta qué niveles puede llegar la incomunicación entre humanos?
Porque, si ambos vecinos -la narradora y el jovencito larguirucho- hubieran sido indiferentes el uno para la otra, o viceversa, se podría entender el silencio, a pesar de la proximidad; pero sucedía lo contrario. ¿No será que confundimos intimidad con egocentrismo?
La imagen del Cristo agachándose me parece espectacular. También me gusta el ritmo de la prosa, un ritmo sencillo.
Y cómo no... Me uno a lo que dice Ana y confirma Marcos, sobre la parentela del texto con el realismo mágico.
Por lo demás, entre fantasmas anda el juego: Marcos, Dácil, seguimos echando de menos vuestra participación.
No puedo más que confirmar todo lo que dicen Ana, Marcos y Amando.
ResponderEliminarEs un texto tranquilo, dulce y triste a la vez; La historia, lo preciso, está ahí, en tan pocas líneas, para que el final mágico cierre el círculo!
Me ha encantado, Dácil. Vuelve pronto! Besos volátiles (Palabra de las que llevan el significado implícito o eso me parece)
Y qué digo yo ahora si todo está dicho, pues que también he disfrutado enormemente de ésta preciosa narrativa. Tan cálida y tan bien llevada...
ResponderEliminarAbrazos.
María Estévez.
Me he sentido ligera, suave, tierna. Ese ha sido para mí el ritmo del relato. Un observar calmado, una lástima de lo que pudo ser y no fue. Lo que fuera que fuese. La importancia de las decisiones de nuestra vida. Que gira en un segundo. Un beso fuerte.
ResponderEliminarSobre todo destaco,, Dacil, esa carga de imágenes que dibujan el sentimiento. Enhorabuena. Muy buen texto. No te hagas mucho de rogar para el próximo.
ResponderEliminarQuisiera participar más en este blog entrañable que considero mi casa literaria, pero qué se le va hacer...
ResponderEliminarY no crean, también yo les sigo la pista, ya sea leyendo sus textos, comentarios, lecturas... Luego me quedo tranquila sabiendo que están ahí.
Gracias mis queridos amigos, lectores, por los comentarios. Ana, Belén, Miguel, Amando, Marcos, Voz Silenciosa...
Amando, cierto, el texto plantea la duda si, tal vez, sea la soledad la que incita las imagenes caprichosas.