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Gracias a aquellas vacaciones volvimos a ser una familia…
Juan y yo necesitábamos reencontrarnos. Los meses de hospital habían ido minando nuestra relación por el sentimiento de culpabilidad que ambos arrastrábamos, incapaces de unir nuestro dolor para superarlo.
Decidimos marcharnos de vacaciones lejos de todo y alquilamos una casa en un pueblo casi deshabitado. Nosotros solos con los niños.
Llegamos de noche y, ya estábamos todos en la cama, cuando escuchamos golpes en la puerta. Nuestra casera nos explicó que por error había alquilado la casa a la vez a otra persona. Nos preguntó que si nos importaría dejar que durmiera con nosotros esa noche ya que había habitaciones de sobra. Era un anciano de pelo blanco, demacrado y con el cansancio reflejado en cada poro de su piel.
Estuvimos de acuerdo y le dejamos pasar. Nos contó que era profesor de arqueología, que estaba jubilado y que quería realizar un trabajo de campo en la zona.
A la mañana siguiente le propusimos que se quedara. La casa era muy grande y
nosotros íbamos a estar casi siempre fuera.
Todos los días salíamos a explorar los senderos de las montañas cercanas. Una tarde, al volver, los niños vieron al profesor cavando en una pradera. A pesar de mis gritos de que no le molestaran, corrieron hasta él para ver qué estaba haciendo. Les recibió con una sonrisa y les explicó que estaba buscando una ciudad romana.
Así supimos que llevaba toda la vida investigando sobre una ciudad que se había evaporado de la historia sin dejar rastro. Había llegado a la conclusión de que tenía que haber estado en esa zona y de que había desaparecido tras un terremoto. Pero le habían negado los fondos y no tenía más recursos que sus manos para poder probar su hipótesis.
Los niños se entusiasmaron tanto con su proyecto que decidimos ayudarle y, diariamente, nos íbamos con él, encantados de aprender lo que nos iba enseñando sobre geología e historia. Cavamos, limpiamos piedras, trazamos mapas… Un trabajo de equipo, intenso, alegre y emocionante que, poco a poco, fue fortaleciendo los lazos de mi maltrecha familia.
Una noche me quedé sola con él. Me cogió la mano y me preguntó, ¿Qué pasó? Y, por primera vez sin llorar, pude contar cómo había ocurrido el accidente y cómo mi pequeñita había muerto en mis brazos, aprisionadas las dos entre los hierros del coche. Me abrazó tan fuerte y de tal forma que sentí cómo quedaban apuntaladas para siempre las ruinas de mi alma.
Unos días después también él apuntaló sus ruinas. Aparecieron en un bosque, ocultas por árboles centenarios. Realizamos algunas catas y él supo interpretar lo que íbamos desenterrando como indicios fiables de que, al fin, había encontrado su ciudad. Llamó a la universidad y nuestra casa se llenó de investigadores y estudiantes.
Nosotros nos fuimos, contentos, cantando durante todo el viaje de vuelta.
- Esta canción era la preferida de Alicia, ¿te acuerdas, mamá?
- Sí, hijo mío. Vamos a cantarla otra vez.
Narración: La Voz Silenciosa
¿Quién ha dicho que los ángeles no existen?
ResponderEliminarPrecioso relato lleno de ternura.
Un abrazo
María Estévez
Emocionante. Mucho.
ResponderEliminarMuchas, muchas gracias, Aniagua y Ana.
ResponderEliminarMuy bonito relato Patricia. Emociona.
ResponderEliminarFelicidades!
@MicroRadon
Precioso, Patricia y, déjame que añada: Como siempre. Escribes muchoy bueno. No sé cómo lo haces.
ResponderEliminarMuchas gracias a todos. Para mí ha sido muy emocionante escucharlo, un momento mágico.
ResponderEliminarGracias Esfera por darnos estas oportunidades tan bonitas.
ResponderEliminarMe encantó, Patricia. Un cuento de resiliencia y superación ¡Te felicito! Cariños, Mariángeles
Patricia, las vacaciones ideales tras una desgracia de esa magnitud. Bien contadas. Saludos Calamanda
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