Tenía en su rostro la cicatrices de los años anteriores, de la hambruna en aquella isla donde el guarapo es la perfecta combinación de una raza noble y donde los bosques son milenarios como una galaxia, tenía también las cicatrices de una contienda donde los hombres lucharon por un ideal que en realidad nunca fue. Un bigote bien recortado, negro como el azabache permaneció hasta que decidió dejar que su corazón durmiera. Nunca quiso descendencia, no porque no le gustara ver a las criaturas dando sus primeros pasos, balbuceando alguna palabra; quizás no consideraba oportuno tener un hijo propio, porque su mundo era un mundo que cabía en una habitación repleta de historias, de un pasado que nunca quiso dejar en el olvido, y nunca sintió la necesidad de un vástago, no exteriorizaba esos sentimientos porque nunca los tuvo. El pasillo se alfombraba de sus pasos y dejaba atrás la nube de algún habano que apuraba hasta el final. ¿Sueños? no soñaba porque mantuvo a todos ellos y no tenía porqué soñar nada más. ¿Rabia? no alcanzó a saber lo que eso significaba; porque conservaba los días de sol dentro de un baúl repleto de laurisilvas, de guarapo.
Texto: María Estévez
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