Avanzada la mañana, pero no lo bastante como para decir que era mediodía, se desplegaban todas las hermosas alas del inmenso páramo, acunado por altas rocas, algunas, sin erosionar, con sus picos llegando al techo. Los largos brazos de Echeyde se extienden por todo el valle, cubierto de un manto nevado, igual un pastel de merengue recién hecho, recién esparcido; pareciera la basílica de San Pedro, aquella cúpula erguida, dominando todo el valle; cada espacio; caseríos; huertos sembrados de altas espigas doradas. Cual espejo se refleja en el mar un paraíso que se llama Gomera, un trozo de tierra delineada perfectamente; y está allí para deleite de los miles de ojos que la contemplan, se alza casi tocando con la punta de los dedos el piélago. En lo alto igual que dos fieles soldados, dos hermosas rocas vespertinas, ya sin su capa gris de la noche; parecieran dos reyes, Ancor el Mencey y el Guanarteme Semidán. Justo enfrente, la princesa Aniagua pespunta con delicadas maneras el manto verde oliva que cubre la ladera y termina abarcando la otra parte del barranco acariciando el suelo. Cien hermosas palmeras lucen sus hojas que son igual que los cabellos de las señoras, recién peinados; sedosos; perfumados. Algunas danzan con suaves movimientos por las corrientes de aire que se despeñan ladera abajo. Algunos pinzones azules parecieran un coro de voces, que reverberan tocando aquí y allá, cada piedra, cada chimenea del caserío blanco; cada lomada que en descenso llega a un mar, y el trinar de ellos, se mezcla con el sonoro vaivén de pequeñas olas juguetonas. Podría decir que es un espectáculo ilusorio ver algo de tanta magnificencia; todo envuelto en un tejido de seda; todo incapaz de desaparecer; entonces se confiere a Maia, la princesa, toda la belleza que encierra el gran cofre ocre que, aguarda cada día para mostrar tanta magnitud de la naturaleza.
Texto: María Estévez (Aniagua)
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