Aparentemente la tarjeta se va fundiendo conforme pasa a través del lector. La dependienta la empuja con todas sus fuerzas arrastrándola en la abertura y no puede acabar la operación. Al lado del aparato, que según le entiendo es de la marca “onlain”, hay suciedad amontonada, pequeñas virutas coloreadas con un aspecto similar a las virutas de chocolate pero brillante, casi como plastificado. Le miro poniendo cara de “no entiendo nada” y siento un ligero hormigueo en cada uno, los puedo contar, de los finales capilares que salpican mis mejillas con la dudas acerca de la microeconomía de mi cuenta. No pasa nada, esto nos sucede todos los días, lo probamos de nuevo, dice y empieza a frotar la tarjeta, la vuelve a meter, sólo la punta, mientras me mira y sonríe. Los vasos sanguíneos están a punto de explotar y agacho mi mirada para evitar un estallido rojo dálmata. Veo sus piernas con sus tobillos doblados, su! s talones empujando sobre la mesa para contrarrestar la fuerza que ejerce sobre el conjunto ahora soldado de tarjeta-lector. Las limaduras se van amontonando. Otra mirada, no tan sensual, corta el flujo circulatorio, hace que me sienta incomodo y me corra un ligero sudor frío cuando empieza a jurar contra la fusión de las cajas. Le pregunto si tiene algún crédito, en plan gracioso, y se me hiela la secreción cuando un par de ojos infiltrados de esteroides me aplastan. Cojo la tarjeta de la manera más delicada posible para retirarme y me agarra con un ansía que me trastorna, mientras me encojo testicularmente con este morbo que voy experimentando desde la firma del hipotecario. Me la arrebata y sus pensamientos exterminan mis tímpanos “no me jodas la comisión”. Empieza a rasparla mientras comenta, con su transpiración hipnotizándome, cada fusión es una capa más de serigrafiado, con cuatro todavía entra pero a la quinta hay que tener cuidado con la banda magnética ya que con la lija del 2 se raya.
Narración: la Voz Silenciosa
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