Jacinto y Alejandra se habían fugado de casa aquella mañana, por fin, después de muchos planes y otros tantos intentos que él siempre justificaba porque la familia era lo primero de lo primero: este no es un buen momento, justo antes de las cosechas, ahora, ¡con la Lola a punto de parir!, mejor cuando pasen las fiestas... Así hasta que Alejandra le puso el punto: y seguido y se iban juntos a la semana siguiente, y aparte y se iba ella sola.
Y Jacinto se fue con ella, tuvo que irse porque él ya no sabía cuidarse solo, no quería, no quería querer. Él ya solo quería quererla a ella, y lo demás no importaba nada, no quería que le importara.
Aunque algo sí que le importaba cuando elegía las mesas de detrás de las columnas. Es difícil soltar apegos y ser valiente para lanzarse a descubrir otros amores, amores nuevos, recién estrenados. Él ya sin nada que perder: enterró a las madres de sus hijos, a las dos las lloró en las huertas porque no supo hacerlo más que trabajando para que le doliera menos; luego los casó a todos, hasta a Berta, la pequeña, que estuvo a punto de morirse con la madre y de eso se quedó un poco lentita, la pobre; después les repartió la herencia, para que estar seguro de que no se peleaban por los teneres, y también, la verdad, para ver si así lo dejaban tranquilo con la Alejandra. No es que fuera mucho, pero los colocó a los siete, quizá trabajó más de la cuenta para recoger estas rentas.
Pero ni así, los hijos no entendían esos amores de vejez, y él ya no tenía cómo explicarles que lo suyo con Alejandra era amor del verdadero, que si acaso el interesado era él que ya no podía vivir sin las atenciones de ella. Pero ella, qué otro interés que el amor podía llevarla a sus veintinueve años a quedarse a vivir entre las montañas de otro continente, alejada de los suyos, para cuidar a un pobre viejo al que ya no le quedaba nada que repartir.
Autor: +Ángeles Jiménez
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