Los plomizos pasos de algunos señores y señoras al bajar del barco contrastaban con los míos, algo alocados, y luego la frenética carrera que imaginé al llegar a la puerta de desembarco, deseando ver la fila de palmeras en la entrada al puerto, y las pequeñas chalupas fondeadas en la playa de los pescadores, donde tantos veranos había pasado mimetizada según el transcurrir de las horas, y la luz del sol, llegando a formar parte de todo ese maremágnum de seres, de objetos aquí y allá. Un cuatro latas me llevó al pueblo y una vez allí comencé a recorrer el camino hacia el barranco, y ya luego, en el fondo, debajo de la gran roca de piedra negra, el pequeño caserío se adivinaba antes mis ojos y brillaba igual que un puñado de esmeraldas dentro de un cofre plateado, Carola y las demás comadres batían los pañuelos y sus mandiles relucían tan blancos como cien copos de nieve, como si de veras se hubieran cosido en ellos.
Por fin pude llegar y pisar las baldosas del patio de geranios de mi abuela materna; tuve la sensación de volver a nacer, y más aún, al ver las espléndidas, las grandes y anchas hojas ancladas alrededor del pozo y alrededor de la destiladera; sin duda alguna volveré una y otra vez para recuperar la magia de entonces…
Texto: +Maria Estevez
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