A lo largo de todos sus viajes había memorizado el viaje, al fin y al cabo era un ave y como todas las que migran, había adquirido ese volar sin GPS. No estaba conectado.
Este viaje fue diferente, todas sus constelaciones durante la noche se perdían con los destellos que surgían de un lado y otro, infinitos en la superficie que abarcaba su vista. Innumerables volcanes sin columnas de humo y fumarolas malolientes con calor mate.
Se clavó sus garras afiladas en sus propios ojos. Estaba acostumbrado al fuego abrigándolo y no le dolía. Rompió sus lágrimas.
Conocía la geografía y había comprendido los cambios de la Tierra, las montañas redondeándose en su vejez; los meandros tranquilizando el afán del primer flujo alocado en llegar a su fin; los arboles una vez jóvenes abrigando a los nuevos conquistando eriales. Los océanos eran diferentes por su inmensidad, nunca identificó grandes cambios, sólo su olor y las brisas le guiaban.
Fue este último viaje donde le sobresalto el furor de los mares con sus fauces dando dentelladas a la tierra. Esculpiéndola deprisa. Escuchó a los heleros gruñendo desafiantes, a los ríos sin voz con sus aguas viscosamente mansas, ennegrecidas, a los desiertos mudos sometiendo las otrora verdes copas vegetales que se desesperezaban estirándose para tocarle a su paso.
Hundió como un cuchillo su canto en su garganta, su grito sordo no paró el tiempo.
Fueron los rugidos del viento sobre el que antes levitaba, los que ahora distorsionaban su viaje; fue este retorno, el que arranco la suavidad de sus plumas. Y el sol, su discípulo, atrevido las quemaba, pintando incandescente el color de sus llamas. Le arrinconaba a viajar durante su ocaso.
Se arrepintió de no haber hecho saltar por los aires el paraíso, de crear el astro rey y de iniciar la vida, de seducir con su música a los dioses y con su danza a los humanos. Le remordió el haberse dejado encerrar en la mitología del hombre hipnotizándolo en nombre de chamanes, escribas, imanes, curas, monjes,…
El incienso, el cardamomo, la resina… no evitaron que el hedor de la Tierra enloqueciera al ave chol.
Texto: +Ignacio Alvarez Ilzarbe
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