Despierto poco a poco y fantaseo con inesperada ansia. Es la visión efímera de milésimas de segundo que explotaban en el diván. Tumbado, estirado con los brazos y las piernas agrandando mi cuerpo. Sumergido en una grama alta, cubriéndome, haciendo cosquillas en mi piel. A mi lado escucho un riachuelo y un remanso atusando las puntas de mis dedos.
No percibo humedad en mi espalda. Al contrario, gotas de sudor corretean por mi frente inundando mis párpados. Me decían consolándome que olvidaría el tic-tac, el galope desbocado en mi cabeza, el bufido de las pesadillas al expulsarme a la realidad.
No quiero abrirlos, imagino el verde del musgo tan brillante que deslumbra, el sol forcejeando con las hojas de la higuera, agachándose para refrescar mis labios.
Tal como me susurraron, había rezado antes del viaje. Prometido el paraíso.
Y escucho el lapso del arroyo, salpicando monótono. Percibo el sobresalto en mi pecho apresurándose y el pánico pone en marcha de nuevo los contadores, el telón oscuro va cayendo vaporosamente de nuevo.
Mis dedos chapotean en el agua mientras abro estupefacto los ojos. Las gotas no salpican, no brotan del arroyo; solamente unas brasas rojo brillante y efímeras se escurren, chamuscando mi piel, saltando ingrávidas. El césped me araña al moverme, es un carbón negro anguloso con reflejos sulfurosos.
Hace calor y las mansas hojas redondeadas sombreadas de mi imaginación, se estiran creciendo angulosas, son lenguas de fuego de arce lamiendo todos los minutos de mi vida, de uno en uno, despacio.
Y me dijeron que no importa el pasado si me arrepentía, que la muerte es el fin de la vida terrenal y el inicio de una vida eterna. Me hablaron del vergel, del descanso,… y yo me lo creí en el último suspiro. Lo juro.
Texto: +Ignacio Alvarez Ilzarbe
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