Olor a polvo húmedo sobre trastos rotos más de diez años atrás, viejos ya para entonces, pero que Antonio, el Jefe de ahora que quiso modernizarse cuando sucedió a don Arturo con un diminutivo sin don, guardó celosamente durante todo este tiempo. Muy celosamente. Tanto que la gente dejó de preguntarse por el hermetismo del búnker, cada uno ocupado en alimentarse las envidias propias y ajenas buscando una excusa con la que producir absolutamente nada. Así de improductiva y
mediocre es la envidia. Así era el día a día del Departamento. Así hasta la semana pasada. Ahora ya no, esto es otra cosa después de la limpieza.
Es curioso, cuestión de energía cuántica, creo, eso dice mi amiga Beatriz cuando nos encontramos en la calle con alguien del que acabamos de estar hablando, yo le digo que es casualidad, pero ella me dice que no, y voy a tener que darle la razón. Desde que abrieron la puerta en presencia del nuevo Director del Centro, por indicación expresa del Director General, también nuevo, nombrado después de las elecciones, y me llegó aquel tufillo a podredumbre, me acordé de la presentación de la novela a la que había asistido la tarde anterior, "El caso de la Pensión Padrón", basada en un asesinato real ocurrido en la ciudad hacía unos años. Daba escalofríos escuchar a los autores —escrito a cuatro manos, como les gusta repetir a ellos dos por ambidiestros—, muy conocidos en nuestra esfera cultural, dar detalles reales del caso, del que hicieron un riguroso trabajo de investigación, que por cierto pudo haber hecho cualquiera, pero que hicieron ellos y por eso lo publicaron.
Pues además de acordarme en ese momento de mi amiga Beatriz —cuando se lo contara iba a flipar— y de la Pensión Padrón, recordé aquello de que la realidad siempre supera a la ficción, bueno, yo voy a ser un poco más conservadora y pondré algunas veces, incluso cuando la realidad supera la ficción de otra realidad. Creo que me he liado, pero ustedes me entienden, porque sé seguro que tienen segundos pensamientos, y no como los simplones del Departamento, pero ahí no voy a entrar por no dispersarme, otro día les cuento. Con entrar en el cuarto oscuro del Jefe ya vamos servidos.
No podrán imaginar la de utensilios despiezados como guardados por ocupar espacio, por si en algún momento venía a conectarse el tiempo y se producía la magia de un encuentro productivo, sin tener en cuenta que es imposible un encuentro en dimensiones diferentes, y que lo viejo solo puede atraer más viejo, y que el presente se inventa desde el futuro impoluto, no desde el pasado casposo.
El Director estupefacto, el Jefe mirando al techo, preocupado de repente por las filtraciones de las lluvias de diez otoños. Como si no supiera nada, quizá pensara que si no se hablaba del cuarto se iba a desintegrar. El cuarto, claro.
Pero no se desintegró, porque lo de “en polvo te convertirás” por lo visto tarda más de una década en ejecutarse y en aquel cuarto todo era polvo menos los restos esqueletizados del que no podía ser otro que don Arturo –los jirones de la rebeca roja con capucha que le cubrían las costillas comentaron que hacía innecesario el estudio forense–, con el cráneo empotrado en un ejemplar amarillento, como las rancias ideas que Antonio sin don se empeñó en publicar en su único libro –afortunadamente para la historia de las ideas–, que si acaso solo leyeron sus allegados. Bueno, y por lo visto también don Arturo en extrañas circunstancias.
No puedo imaginarme ningún método de tortura más cruel. Pobre hombre, y todos pensando que se había marchado a Estados Unidos por una oportunidad laboral irrenunciable. Si el Jefe mismo lo llevó al aeropuerto...
Texto: +Ángeles Jiménez
El Director estupefacto, el Jefe mirando al techo, preocupado de repente por las filtraciones de las lluvias de diez otoños. Como si no supiera nada, quizá pensara que si no se hablaba del cuarto se iba a desintegrar. El cuarto, claro.
Pero no se desintegró, porque lo de “en polvo te convertirás” por lo visto tarda más de una década en ejecutarse y en aquel cuarto todo era polvo menos los restos esqueletizados del que no podía ser otro que don Arturo –los jirones de la rebeca roja con capucha que le cubrían las costillas comentaron que hacía innecesario el estudio forense–, con el cráneo empotrado en un ejemplar amarillento, como las rancias ideas que Antonio sin don se empeñó en publicar en su único libro –afortunadamente para la historia de las ideas–, que si acaso solo leyeron sus allegados. Bueno, y por lo visto también don Arturo en extrañas circunstancias.
No puedo imaginarme ningún método de tortura más cruel. Pobre hombre, y todos pensando que se había marchado a Estados Unidos por una oportunidad laboral irrenunciable. Si el Jefe mismo lo llevó al aeropuerto...
Texto: +Ángeles Jiménez
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