Reseña: +José A. Perales
El infierno anidaba en el centro de la
ciudad
En el año 2010, aparecieron en una
pensión de Santa Cruz de Tenerife, los huesos de un cadáver. Si la
noticia es ya de por sí escalofriante, más lo es, si se añade que
el esqueleto pertenecía a un hombre fallecido dos años antes, que
los huesos estaban escondidos entre los colchones de una mugrienta
habitación o que en el mismo catre dormitaba una pareja de
toxicómanos, desconocedores del suceso. Y si espantoso resulta que
en el siglo XXI, en el marco de una sociedad contemporánea, se
produzca un suceso tan macabro, todavía es más absurdo que dichos
hechos ocurran en el corazón de una ciudad moderna, en un lugar tan
denigrante como la tercera planta de la Pensión Padrón, un infierno
carente de agua o electricidad, sin ley ni orden, donde reinaba el
caos y los olores repugnantes, y donde anidaban a sus anchas tribus
de desheredados, yonquis y prostitutas de la más ínfima condición
humana.
Con este punto de partida, un episodio
más de la España negra, Ana Joyanes y Francisco Concepción, narran
a cuatro manos, alternando los capítulos (Francisco los impares, Ana
los pares) el macabro suceso y las consiguientes investigaciones. Han
elegido jugar con el tiempo, alternar los acontecimientos, así la
novela discurre entre el año 2008, durante los meses anteriores al
crimen, y el año 2010, una vez que han aparecido los restos del
esqueleto. Desde luego, la idea de aventurarse en recrear unos hechos
tan macabros, no parece una tarea sencilla, y más teniendo en cuenta
que al ser dos los autores, habrá también, dos formas de entender
la composición narrativa. Es de justicia reconocer la valentía que
han tenido para enfrentarse al suceso sin ningún tipo de prejuicio,
con talante descarnado y para nada complaciente con el lector;
incluso, a medida que avanza la narración, ésta se hace más dura,
más terrorífica, los períodos de tregua escasean.
En el desperfecto del techo llegó a
ver un ángel de blancas alas. Sonrió y pensó que la muerte era una
malvada que tenía estudiados mecanismos para doblegarle. Tomó con
la mano derecha la hojilla y la situó sobre la muñeca izquierda.
Apretó hacia dentro con fuerza, sin deslizarla y comprobó cómo sus
venas se hinchaban.
Los autores Francisco Concepción y Ana Joyanes |
De entrada, parece que el lector se
enfrenta a una novela de género negro, afirmación que aun siendo
cierta, no es del todo suficiente para definir el libro que tiene
delante. Y es que, durante muchas fases, el relato recuerda más
bien, a una novela de denuncia social, una cruda novela sobre
perdedores, una novela–documento que acredita otros mundos, y que
no es necesario viajar lejos para conocerlos, ya que muy cerca de
nosotros, conviven los marginados, personas que han caído en el
último eslabón de la cadena social. Como ejemplo tenemos la fauna
de personajes que frecuentaban la Pensión Padrón; en aquel antro se
refugiaban gentes como un hombre atormentado por el recuerdo de “la
zorra de su ex”, como un yonqui sin escrúpulos, una sanguijuela de
la más baja moral, como un enfermo mental y depravado sexual con
sensibilidad para tocar el acordeón, como una desdentada prostituta
capaz de cualquier cosa por un trago o una pastilla, como la dueña
de la pensión, que padecía alzhéimer, como el marido de ésta, que
vivía autoexiliado en la azotea, en compañía de una radio de
aficionados, o como un “encargado” larguirucho que atemorizaba y
chuleaba el bolsillo de todo aquel que por la pensión se asomara.
Hombres y mujeres que
lo habían perdido todo, que convivían con el
terror, que sólo necesitaban para subsistir algo de droga, bebida o
comida, y que nada esperaban de un futuro inexistente.
Solo los ataba a este mundo el contacto
de sus zapatos con el pavimento que pisaban.
Como es lógico, estas personas habían
llegado a un punto sin retorno, por una serie de errores cometidos en
el pasado: las drogas, el alcohol, la prostitución, las
enfermedades, las bajezas morales, la violencia, el delito o,
simplemente, la mala suerte, son factores suficientes para anular a
una persona y sepultarla de por vida en la tragedia. Cuando uno pasea
por la ciudad, es frecuente encontrarse con personas que lo han
perdido todo, personas que están tiradas en la acera pidiendo
limosna con un cartel repleto de faltas de ortografía, que a modo de
reclamo, intenta sugerir al viandante, que la vida es como una moneda
con su cara y su cruz. Cuando el mismo viandante da la vuelta a la
esquina, olvida al mendigo, y ahí es precisamente donde aparecen los
personajes de esta novela; a la vuelta de la esquina está el
infierno del “pobre del cartel”, su universo particular, un
submundo sórdido, cruel y peligroso entre los muros de una mugrienta
pensión, donde subsistir a diario, es ya de por sí, toda una
hazaña.
Pero no solamente los ocupantes de la
siniestra pensión, sufren el abandono, en El caso de la Pensión
Padrón, hay otras víctimas sociales. Tanto Samuel como Elisa no
están en condiciones de alcanzar el bienestar emocional o
profesional, son los “otros perdedores”. Samuel personifica a
buena parte de la condición humana occidental, es periodista en un
diario local, su relación con el redactor jefe es complicada, y con
el resto de compañeros casi inexistente, no se le conoce familia,
sólo un amigo para jugar al tenis o beber unas cervezas en el club,
alterna con mujeres de alquiler. Elisa huye del pasado laboral,
afectivo y familiar, para enfrentarse a un futuro más que incierto,
una mujer que incluso viviendo con su hijo, un niño de cinco años,
necesita del alcohol para olvidar el pasado, y de un buen polvo para
sentir el presente.
El hombre levantó la cabeza de sus
papeles y se cruzaron las miradas, que mantuvieron durante unos
segundos. Elisa sintió la conocida inquietud en el bajo vientre, la
necesidad fugaz pero demandante. Se sintió tentada de dejar el
taburete en el que estaba sentada y acercarse a él, intentar trabar
conversación y quién sabe qué más.
Y con este grupo de perdedores y la
ciudad de fondo, Ana Joyanes y Francisco Concepción han escrito El
caso de la Pensión Padrón, una obra donde convergen dos novelas en
una, si bien es verdad que enlazadas por los acontecimientos y los
personajes. En la primera, la de 2008, es una historia más social,
en la que prima la denuncia, un documento contra el desarraigo, la
soledad, la violencia y hasta el terror. En la segunda, 2010, asoma
la investigación del caso y otra faceta de la vida cotidiana,
también dura, pero más cercana al lector, que respira adivinando
relaciones más amables, incluso hay algún resquicio para la ternura
que, afortunadamente, para nada suaviza la sordidez del relato, los
autores no dan tregua al lector, prefieren ser fieles a la cruda
realidad de sus protagonistas.
Gateó hasta el rincón más apartado
de la habitación, sin siquiera subirse los leggins destrozados y
pensó en cómo salir de allí.
La novela trasmite la impresión de que
los autores han analizado el “¿por qué?”, indagando en los
motivos que han hecho posible que una serie de desheredados caigan
tan bajo en el estatus social, precisamente en estos tiempos, cuando
el ciudadano confía en que las Administraciones Públicas disponen
de los servicios sociales necesarios para impedir tales desgracias.
¿Cómo es posible que haya un submundo de parias a escasos
doscientos metros de un club de tenis elitista y de una comisaría de
policía? ¿Algún responsable de la Administración, puede contestar
desde el sillón de su despacho?
En el fondo, a mi entender, carece de
importancia si el relato es más o menos verosímil o si la ficción
se confunde con la realidad; sólo hay un hecho innegable, el
esqueleto como punto de partida, hecho que posiblemente también, ha
sido el primer obstáculo que los autores han tenido que librar para
embarcarse en una aventura tan apasionante, como presumo, ha sido
escribir El caso de la Pensión Padrón.
"El caso de la Pensión Padrón" |
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