Saltó el muro con agilidad felina, recorrió lentamente la cornisa con pasos leves y seguros. Se dirigió hacia el lugar en el que su instinto le indicaba que podía lograr una buena recompensa. Para no precipitarse permaneció agazapado y observando atentamente los alrededores. A través de una ventana podía distinguir que algunos miembros de la familia cenaban tranquilamente. Al verlos recordó los tiempos felices en los que formaba parte de una familia y vivía entre ellos.
Notó en sus tripas el arañazo del hambre. Mientras, algunos colegas merodeaban cerca sigilosamente buscándose el sustento. Cuando notó que nadie lo veía se acercó al rincón donde otras veces había saciado su hambre. —¡Maldición! —maulló. El cuenco estaba vacío, alguien se le había adelantado. Una vez más le invadió la frustración. Resignado, esperó con paciencia mientras tumbado en el suelo se lamía las patas.
Texto: Javier Velasco Eguizábal
Resignación. Pobre gatito.
ResponderEliminarSaludos!
Sí. Es dura la vida de los gatos callejeros.
EliminarPobre aninalillo! Seguro que no será la última vez que pasará hambre...
ResponderEliminarSaludos.
Gracias Belén por leer el relato y por comentarlo. Es cierto que habría momentos de hambre en su vida, pero también tuvo cerca gente que se preocupaba por alimentarlo.
EliminarUn saludo
Ohhh, pobrecito. Yo que tengo gatitos me a llegado al alma. Muy bien narrado. Abrazos
ResponderEliminarGracias, Nuria, por el comentario. El gato callejero es un animal independiente que, a veces, lleva una mala vida, pero hay que reconocerle su sagacidad. Un abrazo
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