Recordad, señores, que hubo tiempos no muy lejanos en los que el oro andalusí brillaba al sol menos que su cultura… Recordad, nobles cristianos, que nuestra medicina ha sanado sus dolencias mejor que vuestros oscuros remedios fermentados. ¿Y qué me decís sobre la matemática, la astronomía, sobre el conocimiento profundo de las leyes del universo?
Poco podéis responder, vosotros, que todavía creéis que el cielo caerá sobre vuestras mezquinas testuces con los primeros truenos de una tormenta. Vosotros, que hacéis del sudor un aroma de seducción; que vestís con tanto cuero remachado que, de tirar de un carromato, se os confundiría con bestias de carga; que construís moradas de piedra, tan oscuras y angostas, como cuevas… ¿Creéis realmente que
vuestras doncellas no apreciarán nuestro refinamiento, nuestro gusto exquisito por vivir?
Si hasta nuestras armas son diferentes, ligeras y afiladas alfanjes frente a grandes mandobles cristianos, ¿por qué no habría de serlo también el trato hacia la fragilidad de la mujer? El galanteo andalusí, señores, no fuerza el amor… A diferencia del cristiano, que tras la primera prenda ofrecida galopa por desiertos de pasión, el caballero andalusí crea oasis que explora sin prisas, en los que disfruta contemplar el reflejo de su rostro, y hasta el de las mismas estrellas del cielo, en la superficie de sus aguas. Decidme, pues, ¿quién son los bárbaros?
Contestad ahora, ¿qué os impidió cumplir con el tributo? Si nuestros antecesores confiaban en el honor mutuo, y Abderramán I ayudó a Mauregato a tomar la corona del reino de Asturias, no podéis culparnos de que sus propios vasallos acabaran con su vida cinco años después… porque la deuda permanece, pero no así vuestro honor. Nunca entregaron las cien doncellas como pago a nuestros servicios. Cien jóvenes cristianas que Bermudo I postergó pagando con oro, y después Alfonso II, que negó todo tributo…
Recordad que el califato de Córdoba es el reino más poderoso de toda la península, que las razias que asolan vuestras aldeas en cada verano son poca cosa comparadas con una conquista. Y un reino bien vale cien doncellas, que ni siquiera deben ser todas de ilustre cuna; pues nuestro Emir Abu l-Mutarraf Abd ar-Rahmán ibn al-Hakam, Abderramán II como vosotros le llamáis, se contenta con cincuenta nobles y otras cincuenta plebeyas. ¿Por qué vuestro rey Ramiro persiste en agotar la paciencia y generosidad de aquel que Alá escogió para llevarnos a la gloria?
¿Acaso no sabéis que las doncellas de Simancas satisfacen su destino? Y aunque pretendan hacernos creer que fueron atacadas por unos bandidos, y que escandalizados de que pudieran acariciar a nobles moriscos les cortaron las manos; nosotros no ignoramos la ferocidad del cristiano, que son crueles incluso con los de su sangre.
¿Dónde se perdió vuestro dios, que os abandona a la inconsciencia del instinto? Descubro, maravillado, cuánto significado tiene nuestra guerra santa contra el infiel. ¡Estas tierras necesitan tanto de nosotros! Pues, ¿qué queda de venerable en vuestras vidas? Nada, no hay pureza ni santidad. No tenéis luz ni conocimiento, ni poesía, ni ninguna otra disciplina que os guíe hacia la felicidad…
¿Pero por qué no dejáis de reír? ¿Acaso podréis mantener la burla cuando vuestras cabezas descansen ensartadas en estacas?
Sois tan predecibles, siempre embistiendo de frente, en un solo grupo, para que el ataque no pierda contundencia. Creéis que la victoria se gana por número de jinetes, sin tener en cuenta que nuestros caballos son mejores, que en todo el mundo no los hay más agiles y veloces. Y presumís que las batallas se ganan por la fuerza de los brazos, y no con un poco de astucia y estrategia.
Y ahora que estáis atacando descubrís con estupor que no somos tan pocos como os han informado. Sí, soy capaz de sentir vuestro miedo. Ahora que veis una polvareda que se levanta por cada flanco, que vuela hacia vosotros con la ira de Alá; decidme… ¿es como un frío que se enrosca en la espalda?
Sin duda, os habréis dado cuenta de que no es una opción la idea de dar media vuelta y buscar refugio en lo alto de la colina que vosotros llamáis Laturce. Por más atractivo que parezca lo contrario, es más honroso morir en combate que diezmado en retirada. Bien, bien. No esperaba menos de un séquito real.
No habrá clemencia. En el tiempo que se tomen cualquiera de vuestros valientes en alzar la espada, tres de mis mártires le habrán desmembrado de toda extremidad superior. Porque sin brazos y sin cabeza es como realmente deberíais estar, para ser justos con vuestra auténtica naturaleza.
¡Oh, pero qué es lo que veo! Un jinete solitario galopa hacia la batalla… Umh… No han comprendido todavía el significado de mártir. Únicamente les supondrá una muerte más, sin rendimiento ni beneficio. En mi tierra, la carrera de ese caballero cristiano se tacharía de estupidez. ¿De dónde habrá venido, por qué nadie le ha visto llegar?
No es del ejército, pues cabalga en un magnífico corcel blanco y no viste uniforme, y el pendón que luce en su lanza, una cruz roja, tampoco es el emblema del rey Ramiro. ¿Por qué no lleva ninguna protección? Es como si no tuviera miedo a morir, como si creyera que no puede morir. ¡Y cómo corre! Parece volar sobre
una nube.
Veamos cómo acaba. Puede que sorprenda a unos pocos, pero sin duda caerá ante las armas de mis leales. No… no lo entiendo, el corcel parece encabritado, relincha sobre sus cuartos traseros, pero no veo caer al caballero. Mis hombres sucumben bajo el resplandor de esa espada maldita… Va dejando un reguero de sangre a su paso, y amenaza, él solito…, con acabar con todo el flanco izquierdo de mis tropas.
¿Pero es que no tengo lanceros? Sí, pero están combatiendo en primera línea contra las fuerzas cristianas… ¿Pero es que mis capitanes no se están dando cuenta… de que están siendo exterminados… por… ¡un solo hombre!? Si no alcanzan al caballero cristiano… ¡que ataquen al caballo! Ya desmontado no tendrá ni tanta fuerza ni tanta arrogancia… Voy a empezar a gritar en cualquier momento… Bffff.
—¡Señor, señor! ¡Noticias del campo de batalla! Al grito cristiano de “Santiago y cierra España” ha surgido un demonio de rostro muy dulce que nos bendice antes de matar… Los cristianos no dejan de gritar su nombre y nuestros hombres no paran de morir…
¿Todo esto por cien doncellas?
—¿Señor, señor?
…Por cien vírgenes, que tampoco importaba demasiado que no lo fueran…
—¿Qué hacemos, señor?
Poco podéis responder, vosotros, que todavía creéis que el cielo caerá sobre vuestras mezquinas testuces con los primeros truenos de una tormenta. Vosotros, que hacéis del sudor un aroma de seducción; que vestís con tanto cuero remachado que, de tirar de un carromato, se os confundiría con bestias de carga; que construís moradas de piedra, tan oscuras y angostas, como cuevas… ¿Creéis realmente que
vuestras doncellas no apreciarán nuestro refinamiento, nuestro gusto exquisito por vivir?
Si hasta nuestras armas son diferentes, ligeras y afiladas alfanjes frente a grandes mandobles cristianos, ¿por qué no habría de serlo también el trato hacia la fragilidad de la mujer? El galanteo andalusí, señores, no fuerza el amor… A diferencia del cristiano, que tras la primera prenda ofrecida galopa por desiertos de pasión, el caballero andalusí crea oasis que explora sin prisas, en los que disfruta contemplar el reflejo de su rostro, y hasta el de las mismas estrellas del cielo, en la superficie de sus aguas. Decidme, pues, ¿quién son los bárbaros?
Contestad ahora, ¿qué os impidió cumplir con el tributo? Si nuestros antecesores confiaban en el honor mutuo, y Abderramán I ayudó a Mauregato a tomar la corona del reino de Asturias, no podéis culparnos de que sus propios vasallos acabaran con su vida cinco años después… porque la deuda permanece, pero no así vuestro honor. Nunca entregaron las cien doncellas como pago a nuestros servicios. Cien jóvenes cristianas que Bermudo I postergó pagando con oro, y después Alfonso II, que negó todo tributo…
Recordad que el califato de Córdoba es el reino más poderoso de toda la península, que las razias que asolan vuestras aldeas en cada verano son poca cosa comparadas con una conquista. Y un reino bien vale cien doncellas, que ni siquiera deben ser todas de ilustre cuna; pues nuestro Emir Abu l-Mutarraf Abd ar-Rahmán ibn al-Hakam, Abderramán II como vosotros le llamáis, se contenta con cincuenta nobles y otras cincuenta plebeyas. ¿Por qué vuestro rey Ramiro persiste en agotar la paciencia y generosidad de aquel que Alá escogió para llevarnos a la gloria?
¿Acaso no sabéis que las doncellas de Simancas satisfacen su destino? Y aunque pretendan hacernos creer que fueron atacadas por unos bandidos, y que escandalizados de que pudieran acariciar a nobles moriscos les cortaron las manos; nosotros no ignoramos la ferocidad del cristiano, que son crueles incluso con los de su sangre.
¿Dónde se perdió vuestro dios, que os abandona a la inconsciencia del instinto? Descubro, maravillado, cuánto significado tiene nuestra guerra santa contra el infiel. ¡Estas tierras necesitan tanto de nosotros! Pues, ¿qué queda de venerable en vuestras vidas? Nada, no hay pureza ni santidad. No tenéis luz ni conocimiento, ni poesía, ni ninguna otra disciplina que os guíe hacia la felicidad…
¿Pero por qué no dejáis de reír? ¿Acaso podréis mantener la burla cuando vuestras cabezas descansen ensartadas en estacas?
Sois tan predecibles, siempre embistiendo de frente, en un solo grupo, para que el ataque no pierda contundencia. Creéis que la victoria se gana por número de jinetes, sin tener en cuenta que nuestros caballos son mejores, que en todo el mundo no los hay más agiles y veloces. Y presumís que las batallas se ganan por la fuerza de los brazos, y no con un poco de astucia y estrategia.
Y ahora que estáis atacando descubrís con estupor que no somos tan pocos como os han informado. Sí, soy capaz de sentir vuestro miedo. Ahora que veis una polvareda que se levanta por cada flanco, que vuela hacia vosotros con la ira de Alá; decidme… ¿es como un frío que se enrosca en la espalda?
Sin duda, os habréis dado cuenta de que no es una opción la idea de dar media vuelta y buscar refugio en lo alto de la colina que vosotros llamáis Laturce. Por más atractivo que parezca lo contrario, es más honroso morir en combate que diezmado en retirada. Bien, bien. No esperaba menos de un séquito real.
No habrá clemencia. En el tiempo que se tomen cualquiera de vuestros valientes en alzar la espada, tres de mis mártires le habrán desmembrado de toda extremidad superior. Porque sin brazos y sin cabeza es como realmente deberíais estar, para ser justos con vuestra auténtica naturaleza.
¡Oh, pero qué es lo que veo! Un jinete solitario galopa hacia la batalla… Umh… No han comprendido todavía el significado de mártir. Únicamente les supondrá una muerte más, sin rendimiento ni beneficio. En mi tierra, la carrera de ese caballero cristiano se tacharía de estupidez. ¿De dónde habrá venido, por qué nadie le ha visto llegar?
No es del ejército, pues cabalga en un magnífico corcel blanco y no viste uniforme, y el pendón que luce en su lanza, una cruz roja, tampoco es el emblema del rey Ramiro. ¿Por qué no lleva ninguna protección? Es como si no tuviera miedo a morir, como si creyera que no puede morir. ¡Y cómo corre! Parece volar sobre
una nube.
Veamos cómo acaba. Puede que sorprenda a unos pocos, pero sin duda caerá ante las armas de mis leales. No… no lo entiendo, el corcel parece encabritado, relincha sobre sus cuartos traseros, pero no veo caer al caballero. Mis hombres sucumben bajo el resplandor de esa espada maldita… Va dejando un reguero de sangre a su paso, y amenaza, él solito…, con acabar con todo el flanco izquierdo de mis tropas.
¿Pero es que no tengo lanceros? Sí, pero están combatiendo en primera línea contra las fuerzas cristianas… ¿Pero es que mis capitanes no se están dando cuenta… de que están siendo exterminados… por… ¡un solo hombre!? Si no alcanzan al caballero cristiano… ¡que ataquen al caballo! Ya desmontado no tendrá ni tanta fuerza ni tanta arrogancia… Voy a empezar a gritar en cualquier momento… Bffff.
—¡Señor, señor! ¡Noticias del campo de batalla! Al grito cristiano de “Santiago y cierra España” ha surgido un demonio de rostro muy dulce que nos bendice antes de matar… Los cristianos no dejan de gritar su nombre y nuestros hombres no paran de morir…
¿Todo esto por cien doncellas?
—¿Señor, señor?
…Por cien vírgenes, que tampoco importaba demasiado que no lo fueran…
—¿Qué hacemos, señor?
Texto: Federico Manuel Rodríguez Sluismans
Un hermoso relato histórico que, sin embargo, no está muy lejos de la que sucede hoy en día
ResponderEliminarSiempre he dicho -y espero que el historiador venga a confirmarlo- que conocer la historia tendría que servir para que no repitiéramos errores, para que la eterna rueca del dolor y de la injusticia deje de girar en el mismo sentido. Pero me parece que es imposible que en el fondo la vida es como el oleja que va y viene y se repite aunque las gotas de mar sean siempre distintas.
ResponderEliminarAl menos sabemos que todo lo que nos parece inamovible hoy, en el fondo es efímero, y que lo que mañana desbanque nuestra aparente fortaleza, pasado será borrado como la huella de un pie desaparece de la orilla...