04 octubre, 2012

Últimos minutos


Todo tiene un límite y yo ya he superado el mío. Postrado en la cama, espero que llegue el final. Me acompañan mis seres queridos y el médico que va a administrarme el medicamento con el que, por fin, terminará el dolor y la tortura a la que me somete esta enfermedad. Todos lloran a mi alrededor, sufriendo, por anticipado, mi ausencia. Y mientras sus ojos se llenan de lágrimas, los míos miran más allá. No son escenas de mi vida lo que ven. No son los momentos felices, pasados con mi mujer, mis hijos o mis amigos, lo que revivo: es la visión más bonita y sensual, que se ha cruzado delante de ellos, la que ha recuperado mi memoria.
Han transcurrido doce años de aquel día de 1999, en el que viajé solo a París. Año en el que los hoteles y sus gimnasios fueron el escenario de mi vida. Y en el que hombres y mujeres desconocidos, que encontré en estos lugares y de los que apenas guardo recuerdos, fueron mi única compañía. 
Aquella vez no fue distinta. Tras horas de aburridas reuniones, de insatisfactorias negociaciones, decidí que un poco de deporte desentumecería mis neuronas. Así que me dirigí a la sala de aparatos y pasé hora y media machacando mis músculos y sudando la decepción acumulada. Agotado, pensé que el mejor final para tanto sacrificio serían unos minutos de baño turco. Me desvestí y dejé que el vapor me envolviera y, recostado sobre la tarima, di tiempo libre a mis pensamientos. Diez minutos después, cuando ya estaba listo para irme, apareció ella entre la bruma. Desde el primer segundo no pude apartar mi mirada de su cara infantil, de sus ojos almendrados. Recorrí la distancia desde su pelo, bajando por su nariz, paseando por sus labios, descendiendo por su cuello, hasta perderme por el contorno de sus pechos, ocultos bajo la toalla, que deseé se deslizara y dejara al descubierto el resto de su cuerpo. No cruzamos una palabra, solo nos sonreímos cuando ella se fue y dejó en mi retina una imagen sugerente que no volví a disfrutar, a pesar de que no falté, durante mi estancia en aquella ciudad del amor, a mi cita diaria con el ejercicio. Un recuerdo que ahora regresa para darme consuelo y colorear el gris de mi presente y de mis cinco minutos de futuro.
Con un gesto les señalo que ya es la hora. Mis hijos me besan y se alejan, incapaces de verme morir; el médico introduce en el gotero el elixir de mi muerte y mi mujer me besa, me abraza, pero aparta su mirada. Un error. Si prestara atención vería cómo en mis labios se dibuja una sonrisa, mientras me despido de la vida imaginando qué se escondía bajo aquel tejido blanco. Una muerte dulce, que no podré contarle a nadie.

Texto: Ana Crespo Tudela
Narración: La Voz Silenciosa

9 comentarios:

  1. Tremendo ese instante, es como una vida entera..
    Felicidades!
    Un abrazo

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  2. Viendo la luz ( que él quería ver) al final del túnel...esa despedida me ha encendido todos los mecanismos de defensa, me gusta mucho que elijas ese camino.

    Un abrazo

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  3. Este texto podría abrir otro largo debate. Pero me quedaré con su acierto y con que me gustaría ser tan valiente algún día... a ser posible muy lejano.

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  4. Fuerte, el momento. Estoy contigo, Amando, este texto podría abrir un interesante debate, pero me quedo con lo humano, con la libertad de elegir hasta el final. La vida depende de cómo se miré, y hasta la muerte.

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  5. Qué preciosa historia de amor!
    El último pensamiento ligado al primer momento de ese amor.
    Lástima que ella no llegue ni a intuirlo.
    Me ha emocionado.

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  6. La luz que brilla en el umbral de la muerte. Buena historia Ana y bien hilvanada.

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  7. Me acabo de enterar de que la banda sonora de la serie "Hitchcock presenta" era una marcha fúnebre del siglo XIX. Por lo menos, durante cuatro minutos, he compartido con mi admirado director algo más que el gusto por el misterio.
    Voz, gracias por partida doble.

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  8. A ti Ana. Una bonita historia, fácil de narrar. Quiero decir de meterse en ella.

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  9. Estremecedor y estoico momento!!
    Que bonita historia Ana me ha emocionado.

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