A veces se nos va y emigra.
A veces llega.
Entonces entra en el jardín abierto, en el patio de la casa,
elige una maceta donde crezca el silencio,
negro y marmóreo como prejuicio,
y pone dentro
huevos pequeños y pintados,
empolla así, sin público,
entre los pastos altos,
y espera.
Una noche,
la codorniz se multiplica.
Y en las habitaciones, el poeta
enciende una lámpara artificial y escribe
en el cristal de la ventana,
en la pared, en las teclas blancas del piano
y en el reverso de aquel cuadro
el canto rojo de la codorniz
el canto punzón y doloroso,
el canto eco.
Esa noche, sin estrellas ni ruido,
el poema abre los ojos.
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