Acabábamos de merendar. Román, mi primo, se
había llevado en el bolsillo un pedacito de chocolate para cambiarlo por algún
boliche que aún no tuviese en su extensa colección y salimos delante de la casa
esperando que los demás chiquillos viniesen para el regateo.
Aún recuerdo aquellos días guardados en el
confín de mi memoria. El campo se extendía a nuestro alrededor dejándonos
libres para saborear la infancia.
Las tuneras preñadas de vida, coronadas de esa
flor que la naturaleza se encargaba de adornar, crecían sin cesar por la
lomada.
No tienes más que cromos y siempre son los
mismos. Mi primo tenía la costumbre de sacarme de mis casillas. Pero éramos
algo así como almas gemelas, como si hubiésemos crecido dentro del mismo
vientre. Con el paso de los años nos fuimos distanciando, creo que el tiempo
tuvo la culpa.
Quedaba extasiada viendo a mi tío Chano
montando a caballo. Me acercaba a los establos
para verle cómo les alimentaba, cómo peinaba sus crines. Parecía Robin Hood trotando por el cerro. Viejita era una yegua blanca preciosa. Era la preferida; mi tío le traía algún terrón de azúcar moreno de la venta, de cuando tomaba café con los amigos después de la comida.
para verle cómo les alimentaba, cómo peinaba sus crines. Parecía Robin Hood trotando por el cerro. Viejita era una yegua blanca preciosa. Era la preferida; mi tío le traía algún terrón de azúcar moreno de la venta, de cuando tomaba café con los amigos después de la comida.
Más tarde se vendieron las tierras y quedaron
vacíos los establos y el estanque parecía un pozo reseco, con las huellas
fosilizadas de los patos.
Un día desaparecieron mis viejos cromos y fue
como si una lluvia intensa cayera sobre mí calándome hasta los huesos. Al día
siguiente después del colegio Román me sorprendió con una cajita de metal
plateada llena hasta los bordes de aquellas estampitas con lustraciones
decorativas.
Nos tirábamos panza arriba en la hierba
pensando que el cielo era nuestro. Un trozo de caña de azúcar se mascaba a dúo.
Su dulce jugo era una golosina exquisita.
Los tizones erguidos como guerreros oteaban
entre las piedras esperando las migas de pan que les dejábamos para verles
luego luchar entre ellos, igual que los gladiadores en la arena, el más fuerte
ganaba la batalla y arrastraba la comida orgulloso.
Nunca quisimos hacernos mayores. Nadie nos
pidió permiso para decidir crecer. No sabíamos que los cromos dejarían de
coleccionarse y se diluirían como papel mojado y los boliches desaparecerían
junto con los trastos viejos, o enterrados en la tierra.
De vez en cuando saboreo un trozo de chocolate
y tengo la sensación que dentro de mí sigue estando aquella niña de nariz
chata, con la melena al viento y los cachetes sucios.
Oigo claramente las risas que nos provocaba
rodar por la ladera igual que unos barriletes. Y se quedaban algunos guijarros
clavados en nuestras rodillas, que eran como marcas guerra.
Es hora de dormir, las campanas de la iglesia
han dado las doce. Entre sábanas y sueño dejo atrás lo que fue mi otra vida.
Texto: María Estévez
Narración: La Voz Silenciosa
Narración: La Voz Silenciosa
No deberíamos haber crecido...
ResponderEliminarEs verdad.
¡Cuántos recuerdos!
ResponderEliminarAhora los cromos los veos en las tiendas de manualidades y me hipnotizan. No entiendo que a los niños de hoy no les atraigan,los cromos, boliches, los coches de empujar,(impulsar, para los mayores) con la mano,los recortables... La verdad yo tampoco entiendo como pueden estar tanto tiempo con una maquinita delante, sentados, como si fuesen unas plantas de un jardín o del interior de casa.¡ Qué divertido era todo, antes!.
Gracias por traer esos recuerdos .
¡Cuántos recuerdos leídos y escuchados!
ResponderEliminarEstupenda historia, María.
Un abrazo.
Toro, Verónica, Towanda: Muchas gracias...
ResponderEliminarY gracias a la Esfera por la publicacíon y a esa maravillosa voz que embelesa...
La magia que regresa a nosotros de la mano de un recuerdo, un sabor... aunque sea experiencia de otros :)
ResponderEliminarAbrazos "chicharrerita"
Suelo repetir que Proust tenía razón cuando situaba el paraíso en la infancia; y también cuando decía que se había perdido.
ResponderEliminarEste relato es una prueba exquisita de lo que digo.
La infancia tiene una capacidad evocadora increíble, alucinante... Quizá porque esté, como bien afirmas, en la esquina más recóndita de la memoria... Sí, es recóndita, pero por ello inamovible, casi el ancla sobre el que descansa todo nuestro existir.
Gracias Amando...
ResponderEliminarAbrazos
María Estévez.
Gracias por hacerme recordar con tu viaje a la feliz infancia que seguro disfrutaste, de la mia y seguro que de muchos seguidores más. Aquellos tiempos en el que no existía la noción del tiempo, ni las prisas, ni los agobios que les imponemos a los niños de ahora. Nostalgia de juegos infantiles en las largas tardes del verano... ¿jugamos al brilé?,¿a piola?, ¿quizás al escondite, a los boliches, al trompo?. Éramos ricos en tiempo y risas. Gracias Aniagua por compartirlos.
ResponderEliminarDios, qué nostalgia!!!
ResponderEliminarNo había visto que también este texto está narrado. Qué maravilla!!!
ResponderEliminarMas nostalgia...