Cierra los ojos y con la cabeza
hundida en la almohada enfoca a la vidriera de cristal cóncava de múltiples
colores. Saliva un hilo desmadejado que cae gota a gota; aún permanece el
bullicio de las voces golpeando en ambas sienes y por eso encoje las piernas
deseando ser un ovillo. El roce de las rodillas hace daño y también el corazón
cuando se entierra bajo las sábanas de hilo; algún recuerdo llega y provoca esa
sensación de quemazón, de angustia, que se diluye cuando aflora una leve
sonrisa de unos labios entreabiertos, agrietados. Un destello desde fuera hace
que mire el ventanal en un ángulo exacto y como un caleidoscopio giran
entrelazadas las horas malas. Un rato al día para que las muñecas de las manos
queden libres, y los dedos dibujen desde esa perspectiva elegantes cisnes en la
pared.
Texto: María Estévez
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