Violeta era de estatura media pero a simple vista parecía pequeñita, menuda, como si no se permitiese ocupar mucho espacio. Sin embargo ese viernes se la veía menos desanimada, por fin había conseguido una semana de vacaciones.
Sabía que en la oficina la echarían de menos. “¿No te importa, verdad?”, solían decir cuando amontonaban el trabajo en su mesa. “¡Claro que no!”, le gustaba ayudar. Las mañanas de Blanca no serían iguales sin alguien a quién criticar pero ese no era su problema. Al menos no hasta dentro de una semana.
La llamada al taxi consumió su última raya de batería. No le importó, ya se ocuparía de eso en el hotel.
Llegó a la terminal del aeropuerto con tiempo de sobra. Estaba eufórica.
Tropezó nada más entrar con un cartel enorme en el que una sonriente azafata de la compañía con la que iba a volar decía: “Quedan suspendidos todos nuestros vuelos. Pásese por información para recibir un cheque regalo para el Duty free. Gracias por confiar en nosotros”.
Se fue a casa arrastrando la maleta.
Esperaba el ascensor cuando una vecina le dio unos golpecitos en el hombro. Su nombre artístico era Alondra. Había sido bailarina hacía cuarenta años, cuando pesaba 60 kilos menos. Con una mano sostenía a su yorkshire y con la otra un pañuelo (que podría haber sido una toalla de lavabo) con el que se secaba el sudor.
Los dos metros cuadrados se llenaron rápidamente. Violeta intentaba mantenerse fuera del
alcance del sudor de Alondra y de los mordiscos del perrito, mientras asentía educadamente a cada anécdota sobre su viaje a Nueva Guinea cuando el ascensor se paró.
La sacudida provocó que Violeta acabase abrazada a su vecina y el yorkshire saliese disparado por los aires. Intentó recomponerse y acabó pisando al pobre animal que se lanzó a sus tobillos.
Alondra estaba pálida e inmóvil. “No pasa nada” le repetía Violeta mientras pulsaba el botón de emergencia varias veces. La antigua bailarina comenzó a tomar posición fetal, el bicho seguía intentando masacrarla y nadie parecía venir en su ayuda.
Intentó encender varias veces el móvil pero sólo conseguía escuchar la musiquita de bienvenida.
Pasaron 6 horas allí en las que su vecina le relató en un estado semicatatónico su juventud como bailarina, temblando al recordar a su estricta profesora.
Finalmente aparecieron los bomberos acompañados por un médico que atendió a una febril Alondra: “¿Dónde ha estado últimamente?”
El viaje a Nueva Guinea de su vecina consiguió que las mantuviesen tres días en cuarentena en el hospital.
Cuando al fin llegó a su casa se preparó un baño y cargó el móvil. Tenía diez llamadas perdidas y un mensaje en el buzón de voz: “Necesitamos que se incorpore inmediatamente para cubrir vacaciones”.
Apenas cuatro días después Violeta volvió a su oficina.
Blanca le hizo una radiografía (pálida, ojerosa…) y sonrió.
—¿Qué tal las vacaciones, guapa?
Violeta se acercó y a dos centímetros de su cara le dijo:
—De escándalo, guapa.
Texto: Lorena Rodríguez
Narración: La Voz Silenciosa
Narración: La Voz Silenciosa
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ResponderEliminarl ascensor hay que tenerle miedo, es un atrapavidas
ResponderEliminarTremenda en todos los sentidos de la palabra la escena del ascensor.
ResponderEliminarMenos mal que no conduce al patíbulo, como en la pelí de Louis Malle.