Aún echo de menos el olor de las pipas, el crujido ratonil de las cáscaras al rajarse a toda prisa entre dientes inquietos. Y el trasiego de coca colas y fantas, de mano en mano, de boca en boca y el sonido seco del papel al ser desenvuelto para liberar un bocadillo de delicioso, grasiento, embutido.
Removerme en la silla de madera, estirar el cuello para sortear cabezas, cuchichear con mis amigos, silbar al villano y aplaudir al protagonista, llorar con el niño que se quedaba huérfano o el perrito que se perdía.
Rascarme las picaduras de los mosquitos en las piernas y tiritar de frío en las noches del final del verano, quedarme rezagada en la siguiente función para volver a sentir el corazón galopando al ritmo de las dentelladas de Tiburón.
Miro la entrada, la acaricio, recorro con las yemas de los dedos el borde rectangular, la doblo. Otra sala que se cierra, otro ciclo que termina para no volver más que a través de la nostalgia, como el cine de verano, como esos olores y sonidos pegajosos de la infancia, que no regresarán.
Texto: Ana Joyanes
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