Seguramente la copa de cristal lleva
ahí dos días, aún con huellas y con posos secos y ramificados. Alguien la tuvo
entre sus manos, alguien sorbió y alguien dejó que la esquina resultara
ornamentada por el difuso dibujo del cristal. La oquedad de la pared; de la
mesa y la silla; de una ventana acristalada y enrejada, nada es nada en huecos,
pero visibles a la vista de quien pueda entrar y arreglar todo un poco; recoger
el visillo, anudarlo y levantar la persiana; deslizar suavemente el plumero por
dos imágenes sepias, una de ellas parece que late, aún. Un paño blanco de
algodón recorre la mesa de nogal y coloca dos o tres libros que parecieran
haberse despeñado. El tic tac del reloj y el vaivén del péndulo, y ahora las
campanas de la iglesia; un último repaso y queda ese olor a limpio, igual que
cuando se tiene un ramo de violetas en los brazos y se eleva a la nariz para
absorber la fragancia. Los desayunos esperan en un lado y otro y los pies
calzados se aproximan para ocupar cada silla. Hay un coche en la puerta, hay
una parada del bus cerca; las mochilas, y las prisas acuden a otro día. La
puerta se cierra igual que la tumba de Khonsu; la misma copa de cristal en la
esquina y el mismo lugar, hueco.
Texto: María
Estévez
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