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Me miré al espejo y sólo se me ocurrió preguntar: ¿por qué? ¿dónde te fuiste? Sin embargo, aquellos ojos tristes, apagados, me devolvían algo, un cielo callado que ya se desprendió de sus encantos y que ahora permanece en silencio; bañado en un mar de agradables momentos que se fueron para no volver, y eso a pesar del inmutable e inquebrantable puerto que aún hoy añora a sus viajeros.
Como este polvo espero y me aferro a las ruedas de un carruaje empujado por bueyes, ya cansados, ya con poco aliento, pero que aun así siguen creyendo en el viaje, aunque ya no les quede más que caminar y remontar el fango a sus pasos. Y soplar, levantar el polvo.
¿Quién sabe? Puede que los que se fueron, los que un día partieron, retornen un soplo de aire fresco que cual oleaje sacuda con fuerza el puerto, y que le arranquen una dulce y triste mirada; que el viejo y cansado puerto pueda decir con voz clara, ya con aliento, quién fue el que partió y en qué momento, que por fin pueda llorar a sus viajeros y gritar: ¡qué solo me quede y cuánto os echo de menos!
Autor: Raúl Muñoz González
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