Lo situó con maestría junto al surtidor. Salió lentamente. Primero sus botas de piel de caimán, seguidas de unos guantes de cabritilla y un guardapolvo de napa, gafas de sol y sombrero de cowboy. Estiró su cuerpo entumecido y me tiró las llaves; pidiéndome que por favor le llenara el tanque.
—Es una joya—le dije.
—Sí. Si quiere dar una vuelta con él, no me importaría —me repondió con indiferencia.
—En otro momento —Mucha máquina para mí, pensé.
Se acercó hacia mí y me enseñó una foto.
—¿Ha visto a este tipo por aquí?
Le señalé con la cabeza al restaurante. Entró y lo vio sentado en la última mesa. Sacó una pistola y le incrustó una bala en la frente. Pasó dentro de la barra, hacia la cocina, cogió un machete y le cortó las dos manos. Los clientes se quedaron como el mármol. Pidió disculpas. Se dirigió al coche, abrió una nevera y las guardó.
Me dejó quinientos dólares y dijo que no llamara a la policía hasta que pasara una hora. Arrancó y volvió al infierno, desapareciendo en el polvo.
Narración: La Voz Silenciosa
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