Francisco Corrales Fernández, ganador del Premio Internacional de Novela Corta La Esfera 2014 |
¿Cómo definirías La felicidad de la polilla? ¿De qué trata?
La trama es sencilla. Un
individuo corriente de mediana edad rinde la visita habitual de fin
de semana a casa de sus padres. El hecho de que en esta ocasión su
mujer no pueda acompañarlo altera su agenda de rutinas y le permite
recorrer en soledad los escenarios de su infancia. Dos días que le
hacen revivir con una intensidad ya olvidada algunos momentos de
aquella infancia: los baños en el río, las apuestas en las vías
del tren, los sueños compartidos a la luz de una hoguera, los
primeros escarceos sexuales… Yo la definiría como una novela de
aprendizaje a la inversa. Ese viaje fortuito hacia la memoria resulta
terapéutico, porque revivirla le ayuda de pronto a entenderse e
incluso a reconciliarse con ese tipo calvo, gordito y manso que un
día decidió tomar posesión de su cuerpo.
Portada de "La felicidad de la polilla" novela ganadora del Premio Internacional de Novela Corta |
¿Cómo surge el
nacimiento y la idea de tu novela?
Siempre resulta tentador
echar mano del tópico neorromántico y refugiarse en eso del
misterio creador, la magia del instante o el estado de trance. Pero
en mi caso el chispazo desencadenante es más prosaico o, al menos,
más racional. Para empezar una novela o un relato necesito una idea
rectora, un tema, el amor, el desamor, la identidad, la felicidad.
Después, ese concepto requiere tomar cuerpo con una anécdota
narrativa que puede ser de lo más trivial, desde un hombre
pedaleando solo en una bicicleta tándem a otro que descubre que lo
que más le gusta es observar cómo orbitan las polillas alrededor de
una lámpara. Luego pongo a rodar la bola, y a ver qué pasa, un poco
a ciegas. A veces, la historia muere en tres líneas, otras llega a
las cien páginas, otras alcanza hasta las trescientas.
¿Por qué Castilla como
fondo o escenario?
Aunque llevo un año
viviendo en Gijón, soy castellano del centro y, por tanto,
hijo de
la meseta y de las temperaturas aterradoras. Si bien mi personaje
tiene poco de mí (acaso más de lo que desearía), hay ciertos
paisajes sentimentales que he tenido que prestarle sin remedio. Uno
es el escenario de sus recuerdos. Mi infancia está llena de enormes
cielos azules, horizontes bajos, suelos de tomillo y cereal,
vertederos de escombro y neumáticos viejos y vías de tren perdidas
en túneles demasiado peligrosos para que un niño no se internara en
ellos.
En tu obra se citan
varios autores. ¿Es deudora de alguno de ellos?
En mis novelas siempre
hay momentos en que les pido su colaboración, y si callan se la robo
directamente. Al cabo, también mi infancia está hecha de calle y de
libros, dos decorados tan unidos que a veces me cuesta separar sus
límites. Algunas de aquellas explanadas ya no sé si las viví o las
leí en El camino, las viejas de mi barrio acaso proceden del
Macondo y mi cuarto de entonces se parece demasiado al cuarto de El
jardín de los cerezos de Chèjov.
El personaje Pedro de
Ubión es un perdedor redomado. ¿Es reflejo de alguien que conoces?
Una educada y prudente
pregunta para evitar establecer una identificación embarazosa entre
el personaje perdedor y su autor. Muchas gracias. Por supuesto que
debería decir un no tajante. No obstante, algo debe de tener de
todos modos. ¿Cómo no va a ser así, si hasta Flaubert decía que
Ana Bovary era él? Pero yo procuro que sea poco. No me parezco lo
suficientemente interesante como para convertirme en personaje de mis
novelas. Además es tan aburrido ser un mismo siempre, que escribir
te permite salir durante un tiempo de ti para convertirte en otro
tipo diferente y para vivir otra vida, aunque sea de papel y tinta.
Creo que mi próxima novela la escribiré sobre un donjuán, o sobre
un rentista cuya única preocupación es hacer un hoyo par cuatro en
tres golpes. Eso pretendo, pero luego resulta que la empiezo y
siempre me viene a incordiar un pobre hombre, a meterse por medio y a
pedirme que hable sobre él. Y yo voy, tonto de mí, y le hago caso.
En esta obra he intentado
rendir un homenaje a todos los “hombres-polilla”, esos seres que
ni siquiera son perdedores porque nunca han tenido ocasión de ganar
nada y que tan bien describen Galdós, Musil o Dostoievski. Seres que
yo preferiría llamar mínimos, que gravitan, invisibles, alrededor
de la vida, pero que, pese a todo, en su anodina levedad pueden
construirse una existencia tan rica como cualquier otra, incluso más.
¿Por qué la ironía
como tono para una obra de un trasfondo tan duro?
La ironía a granel es un
peligro, un arma defensiva que te permite ser espectador aséptico,
pero que cultivada en exceso también te puede atrofiar los
sentimientos. Sin embargo, cuando uno se acostumbra a ella, es tan
adictiva como una droga. Quizá por eso Rilke decía que él escribía
en el sótano más profundo y oscuro de su casa, allí donde la
ironía no podía entrar. Cuando alguien oye esto no puede dejar de
sentirse un frívolo cobarde incapaz de tomarse nada en serio. Yo
entiendo que la narración sobre asuntos graves, trágicos, debería
ser incompatible con la ironía. La enfermedad de un niño, la
desesperación de alguien que ve hundirse a su familia, el
sufrimiento de quien no tiene nada, el lamento de Príamo ante el
cadáver de su hijo, son demasiado serios para ironizar. Pero del
mismo modo, pienso que solemnizar sobre los pequeños dramas de la
vida corriente, por muy serios que le parezcan al que los padece
(perder un avión, ver que tu mujer mira a otros hombres cuando pasea
contigo, o descubrir que te has convertido en un hombre polilla),
dramatizar hasta el paroxismo cosas así puede ser muy ridículo.
Ironizar sobre esos pequeños dramas implica respetarlos, pero
también relativizarlos. Cierto que saberse polilla es duro, pero no
más que descubrirse cobarde o valiente o encantador.
¿El protagonista puede
considerarse un nuevo Bartleby del que conocemos su pasado y su
presente por su propia voz? ¿Quizá también tu protagonista
“preferiría no hacerlo”, no protestar, no indignarse, no hablar?
No lo había pensado,
pero es cierto que tiene algo de Bartleby. Quizá la diferencia es
que el escribiente toma una decisión radical, la primera de su vida,
pero la toma, para enfrentarse al mundo. Bartleby es un héroe. Para
mi personaje esa resistencia es un gesto ciclópeo e inalcanzable,
porque sabe que él nunca podrá hacer algo así, que su gran gesto
heroico consiste en saberse y aceptarse polilla e intentar ser feliz
así. El extranjero de Camus, estando ya en la cárcel, piensa que
sería feliz viviendo en el tronco de un árbol si pudiera
entretenerse viendo las nubes. Mersault es una polilla que sabe que
lo es.
¿Es la novela una
reivindicación de la polilla? ¿Cómo surgió el título?
El escritor con la playa de Gijón de fondo |
Tanto como una
reivindicación de la polilla no es. No creo que esta subespecie se
merezca un Día del orgullo de la polilla, aunque de hacerlo
opino que Gregorio Samsa debería ser su icono. Pero sí es un
homenaje de reconocimiento, porque todos, en mayor o menor medida, en
algún momento de nuestra vida nos hemos metamorfoseado en polillas.
El título ya implica ese homenaje. Frente a los insectos voraces que
se comen la vida y van de triunfo en triunfo, marcando goles de oro,
creando tendencias, seduciendo a millones de personas con un simple
guiño de ojos, saberse polilla también tiene su mérito. Y no se
trata de compadecerse ni de resignarse a su pequeñez, sino de
descubrir que uno puede ser feliz y hasta extraordinario en esos
estrechos límites de su insignificancia. La polilla no habla
continuamente al mundo para explicarle sus razones, ni es dogmática,
ni tiene siempre una opinión sobre todo clarísimamente definida.
Cuando eso ocurre, amoldamos todo lo que pasa al tamaño de nuestras
ideas y nos constreñimos sin remedio porque somos importantes. En
cambio, el hombre polilla, se puede permitir permanecer en silencio y
dejar que sea el mundo el que le hable a él, puede escucharlo sin
estridencias y sin posicionamientos, y quizá, por eso verlo y
disfrutarlo mejor.
¿La felicidad se
descubre o se busca?
Es la pregunta del millón
y no lo sé, la verdad. Pero tengo la sensación de que quien piensa
en ella no suele encontrarla, y sí quien no se pregunta demasiado en
qué consiste. Decía Russell en La conquista de la felicidad,
que la felicidad exige como premisa previa el bienestar físico y
mental, y que una vez logrado eso (reconozcamos que no es fácil),
alcanzar la felicidad solo depende de nosotros y que el que no la
alcanza sin tener razones de peso, no puede echar la culpa a la vida
de su infelicidad, sino a su falta de imaginación. Yo creo que tiene
razón. Por eso me encantan algunos escritores americanos y esa
manera tan ingenua y primitiva de abordar la vida, como Henry Miller,
capaz a sus 85 años, enfermo y paralítico, de escribir unas
maravillas cartas de amor a Brenda, reivindicando la alegría de
vivir. Eso me gusta. Aquí en Europa, en cambio, se ha pensado
durante mucho tiempo que la angustia romántica era fotogénica,
profunda y metafísica, que la tristeza viste mucho y combina bien
con bufanda de cuadros y mitones. Sartre y Alberti se angustiaban por
la mañana delante de los fotógrafos y por la tarde miraban su
imagen atormentada en el periódico en los bares de moda, delante de
botellas de champán a 200 francos/rublos la unidad. No se trata de
vivir en un estado de felicidad estúpido, sino de vencer viejos
complejos existenciales y no avergonzarse por sentirse feliz paseando
un sábado por la mañana sin necesidad de que haya un alineamiento
interplanetario sobre nuestras cabezas.
¿Por qué escribes?
Alguna filosofía
Para algunos escribir es
un parto con dolor, para otros una fiesta perpetua. Landero dice
haberse iniciado para ligar, Gopegui para sentir poder, Márquez para
que lo quieran, otros lo hacen para forrarse (obvio los nombres). A
mí me parece que todas son muy buenas razones, pero en mi caso no he
alcanzado ninguna de esas metas, ni siquiera la primera. En
realidad, siempre he escrito, ahora lo sigo haciendo por inercia,
porque es una de las cosas que más me gustan, pero ya no recuerdo la
razón que un día, de crío, me llevó e escribir mi primer cuento.
Creo que ahora la escritura me sirve para entenderme mejor y para
entender un poco mejor el mundo que late oculto donde los ojos no
pueden llegar. Aunque sea muy tópico decirlo, me parece que todavía
hoy la literatura encuentra su materia allí donde la imagen ya no
puede entrar.
¿Cuál ha sido tu
relación con los concursos literarios? ¿Algún consejo para el que
se inicia?
Ha sido buena en general.
A veces he sido reconocido, a veces no, pero casi siempre he sido
respetuoso con los fallos. Gracias a los concursos he podido publicar
novelas que las editoriales no solo no leen, sino que incluso se
niegan a recibir por saturación. Sí que me he sentido frustrado en
algún concurso que, por ejemplo, recibía 1500 manuscritos y tardaba
solo 30 día en emitir el fallo, y que luego ganaba, por ejemplo, R.
R., la cofundadora de la editorial que organizaba el premio, por
ejemplo S(eix) B(arral). No daré más pistas.
Por eso a quienes se
inician en este complejo y masificado mundo les aconsejo que no vivan
pendientes de los premios, porque estadísticamente hay más
posibilidades de perder que de ganar, y no ganar no supone
necesariamente que tu obra no sea buena. Escribir es una labor
solitaria y en general secreta, eso debemos tenerlo siempre en
cuenta. La clave está en perseverar, escribir lo que te guste y
disfrutar escribiendo, solo así hay alguna posibilidad de que al
cabo tu labor sea reconocida por los demás. No conviene creerse que
somos la reencarnación de Joyce, pero tampoco pensar que somos el
último escribiente del mundo. Deberíamos querernos lo justo y creer
en nosotros mismos; es la mejor manera de acabar ganándonos el
respeto de los demás. Así las cosas, a lo mejor a los 60 años
resulta que solo te ha leído tu familia y dos o tres amigos que no
han aprendido aún a decir que no; pero a lo mejor resulta que
figuras entre los candidatos al premio Nobel. ¿Por qué no? ¿No lo
ganó Echegaray, no lo ganó C.J.C?
¿Qué le pides a una
historia para que conecte contigo?
Le pido que hable de lo
que a mí me interesa. Por ejemplo no me interesan las historias de
amor por las que no pasa en tiempo, porque, salvo para quienes las
viven, me parecen muy aburridas. No me interesan las historias de
misterio e intriga, porque me importa muy poco saber quién es el
asesino o el ladrón. Sí me interesan las historias en las que el
tiempo es el protagonista, o la identidad o el sentimiento de culpa o
el poder de la palabra para transcribir la realidad. Me gusta, como
decía Vargas Llosa toda aquella historia que sea capaz de convertir
una mentira en verdad.
¿Cuáles son tus
referentes literarios?
Mis referentes literarios
son muchos. Entiendo que es una pedantería decir que hay obras que
cambian tu vida, si lo pensamos bien eso no ocurre muchas veces. No
creo que ningún malvado lector de El idiota se haya
transformado en un ser bueno, o que ningún vago se haya convertido
en un trabajador nipón después de haber leído las cartas en las
que Tostoi reivindica la mística del trabajo manual. Pero sí que
hay autores y momentos que te provocan pequeñas descargas que ya
siempre las llevas contigo. El protagonista de La vida, de
Chèjov, la noche en que duerme con su mujer sabiendo que va a ser
abandonado la mañana siguiente; la última página de Los muertos
de Joyce, cuando un anciano escucha, mientras ve caer la nieve, la
confesión de su mujer acerca de un amor adolescente que se dejó
morir por ella; la impotencia del teniente Drago (El desierto de
los tártaros), cuando, después de llevar aguardando treinta
años la llegada del enemigo, no puede batallar porque la vida lo ha
agotado mientras esperaba. Esos, y cientos más, son momentos
impagables que te ofrecen de cuando en cuando los grandes escritores.
¿Cómo te defines como
escritor?
Como escritor me defino
como un aprendiz de mis maestros, y mis maestros son aquellos que te
dan más con menos. En cambio, huyo de los que entierran los poco que
dicen en toneladas de palabras. Al menos es lo que intento, y
reconozco que muchas veces no lo logro (como en esta entrevista, sin
ir más lejos). Me parece que Chèjov es el paradigma del escritor
que quisiera ser de mayor. Si Chèjov fuera Dios yo no sería ateo.
¿De poder decidirlo tú
preferirías ser un escritor de masas o un escritor de culto?
Quienes sabemos que nunca
vamos a ser Carlos Sierra, María Dueñas o Antonio Gala, defendemos
al escritor de culto (es decir, minoritario) frente al escritor de
masas. Pero hay una tercera categoría, la del escritor tan poco
leído que pasa de ser escritor de culto a escritor secreto. A mí me
gustaría ser un escritor de masas, pero escribiendo como escriben
Sebald, Coetzee, Roth o el Banville de El mar. Si para ser
escritor de masas tengo que hablar de Napoleones que encuentran el
elixir de la eterna juventud en una pirámide de Egipto o de una pija
que va a Turquía y se enamora hasta las cachas de un apuesto árabe
con aspecto de pijoaparte o si he de empezar diciendo que una fría
mañana de invierno un hermoso jinete recorría la soleada pradera…,
en fin prefiero no pagar el peaje y escribir para mi madre, que
además te va a decir que eres el escritor más guapo y más listo
del mundo.
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