04 noviembre, 2014

Hablamos con Francisco Corrales, ganador del Premio Internacional de Novela Corta La Esfera 2014

Francisco Corrales Fernández,
ganador del Premio Internacional
de Novela Corta La Esfera 2014
El escritor Francisco Corrales Fernández recibe a La Esfera Cultural en Gijón, donde reside actualmente, pero él nació en Arganda del Rey en Madrid en 1.966. Es licenciado en Filología Hispánica y profesor de secundaria. Ha ganado diferentes premios de cuentos, relatos y otros premios de novela corta. Sus artículos, críticas y reseñas aparecen en diferentes revistas literarias. Recientemente se alzó con el Premio Internacional de Novela Corta La Esfera con "La Felicidad de la polilla", y le hemos abordado para conocer más sobre su persona y sobre su escritura.

¿Cómo definirías La felicidad de la polilla? ¿De qué trata?


La trama es sencilla. Un individuo corriente de mediana edad rinde la visita habitual de fin de semana a casa de sus padres. El hecho de que en esta ocasión su mujer no pueda acompañarlo altera su agenda de rutinas y le permite recorrer en soledad los escenarios de su infancia. Dos días que le hacen revivir con una intensidad ya olvidada algunos momentos de aquella infancia: los baños en el río, las apuestas en las vías del tren, los sueños compartidos a la luz de una hoguera, los primeros escarceos sexuales… Yo la definiría como una novela de aprendizaje a la inversa. Ese viaje fortuito hacia la memoria resulta terapéutico, porque revivirla le ayuda de pronto a entenderse e incluso a reconciliarse con ese tipo calvo, gordito y manso que un día decidió tomar posesión de su cuerpo.

Portada de "La felicidad de la polilla"
novela ganadora del Premio 
Internacional de Novela Corta

¿Cómo surge el nacimiento y la idea de tu novela?

Siempre resulta tentador echar mano del tópico neorromántico y refugiarse en eso del misterio creador, la magia del instante o el estado de trance. Pero en mi caso el chispazo desencadenante es más prosaico o, al menos, más racional. Para empezar una novela o un relato necesito una idea rectora, un tema, el amor, el desamor, la identidad, la felicidad. Después, ese concepto requiere tomar cuerpo con una anécdota narrativa que puede ser de lo más trivial, desde un hombre pedaleando solo en una bicicleta tándem a otro que descubre que lo que más le gusta es observar cómo orbitan las polillas alrededor de una lámpara. Luego pongo a rodar la bola, y a ver qué pasa, un poco a ciegas. A veces, la historia muere en tres líneas, otras llega a las cien páginas, otras alcanza hasta las trescientas.


¿Por qué Castilla como fondo o escenario?

Aunque llevo un año viviendo en Gijón, soy castellano del centro y, por tanto,
hijo de la meseta y de las temperaturas aterradoras. Si bien mi personaje tiene poco de mí (acaso más de lo que desearía), hay ciertos paisajes sentimentales que he tenido que prestarle sin remedio. Uno es el escenario de sus recuerdos. Mi infancia está llena de enormes cielos azules, horizontes bajos, suelos de tomillo y cereal, vertederos de escombro y neumáticos viejos y vías de tren perdidas en túneles demasiado peligrosos para que un niño no se internara en ellos.


En tu obra se citan varios autores. ¿Es deudora de alguno de ellos?

En mis novelas siempre hay momentos en que les pido su colaboración, y si callan se la robo directamente. Al cabo, también mi infancia está hecha de calle y de libros, dos decorados tan unidos que a veces me cuesta separar sus límites. Algunas de aquellas explanadas ya no sé si las viví o las leí en El camino, las viejas de mi barrio acaso proceden del Macondo y mi cuarto de entonces se parece demasiado al cuarto de El jardín de los cerezos de Chèjov.


El personaje Pedro de Ubión es un perdedor redomado. ¿Es reflejo de alguien que conoces?

Una educada y prudente pregunta para evitar establecer una identificación embarazosa entre el personaje perdedor y su autor. Muchas gracias. Por supuesto que debería decir un no tajante. No obstante, algo debe de tener de todos modos. ¿Cómo no va a ser así, si hasta Flaubert decía que Ana Bovary era él? Pero yo procuro que sea poco. No me parezco lo suficientemente interesante como para convertirme en personaje de mis novelas. Además es tan aburrido ser un mismo siempre, que escribir te permite salir durante un tiempo de ti para convertirte en otro tipo diferente y para vivir otra vida, aunque sea de papel y tinta. Creo que mi próxima novela la escribiré sobre un donjuán, o sobre un rentista cuya única preocupación es hacer un hoyo par cuatro en tres golpes. Eso pretendo, pero luego resulta que la empiezo y siempre me viene a incordiar un pobre hombre, a meterse por medio y a pedirme que hable sobre él. Y yo voy, tonto de mí, y le hago caso.
En esta obra he intentado rendir un homenaje a todos los “hombres-polilla”, esos seres que ni siquiera son perdedores porque nunca han tenido ocasión de ganar nada y que tan bien describen Galdós, Musil o Dostoievski. Seres que yo preferiría llamar mínimos, que gravitan, invisibles, alrededor de la vida, pero que, pese a todo, en su anodina levedad pueden construirse una existencia tan rica como cualquier otra, incluso más.


¿Por qué la ironía como tono para una obra de un trasfondo tan duro?

La ironía a granel es un peligro, un arma defensiva que te permite ser espectador aséptico, pero que cultivada en exceso también te puede atrofiar los sentimientos. Sin embargo, cuando uno se acostumbra a ella, es tan adictiva como una droga. Quizá por eso Rilke decía que él escribía en el sótano más profundo y oscuro de su casa, allí donde la ironía no podía entrar. Cuando alguien oye esto no puede dejar de sentirse un frívolo cobarde incapaz de tomarse nada en serio. Yo entiendo que la narración sobre asuntos graves, trágicos, debería ser incompatible con la ironía. La enfermedad de un niño, la desesperación de alguien que ve hundirse a su familia, el sufrimiento de quien no tiene nada, el lamento de Príamo ante el cadáver de su hijo, son demasiado serios para ironizar. Pero del mismo modo, pienso que solemnizar sobre los pequeños dramas de la vida corriente, por muy serios que le parezcan al que los padece (perder un avión, ver que tu mujer mira a otros hombres cuando pasea contigo, o descubrir que te has convertido en un hombre polilla), dramatizar hasta el paroxismo cosas así puede ser muy ridículo. Ironizar sobre esos pequeños dramas implica respetarlos, pero también relativizarlos. Cierto que saberse polilla es duro, pero no más que descubrirse cobarde o valiente o encantador.


¿El protagonista puede considerarse un nuevo Bartleby del que conocemos su pasado y su presente por su propia voz? ¿Quizá también tu protagonista “preferiría no hacerlo”, no protestar, no indignarse, no hablar?

No lo había pensado, pero es cierto que tiene algo de Bartleby. Quizá la diferencia es que el escribiente toma una decisión radical, la primera de su vida, pero la toma, para enfrentarse al mundo. Bartleby es un héroe. Para mi personaje esa resistencia es un gesto ciclópeo e inalcanzable, porque sabe que él nunca podrá hacer algo así, que su gran gesto heroico consiste en saberse y aceptarse polilla e intentar ser feliz así. El extranjero de Camus, estando ya en la cárcel, piensa que sería feliz viviendo en el tronco de un árbol si pudiera entretenerse viendo las nubes. Mersault es una polilla que sabe que lo es.


¿Es la novela una reivindicación de la polilla? ¿Cómo surgió el título?

El escritor con la playa de Gijón de fondo
Tanto como una reivindicación de la polilla no es. No creo que esta subespecie se merezca un Día del orgullo de la polilla, aunque de hacerlo opino que Gregorio Samsa debería ser su icono. Pero sí es un homenaje de reconocimiento, porque todos, en mayor o menor medida, en algún momento de nuestra vida nos hemos metamorfoseado en polillas. El título ya implica ese homenaje. Frente a los insectos voraces que se comen la vida y van de triunfo en triunfo, marcando goles de oro, creando tendencias, seduciendo a millones de personas con un simple guiño de ojos, saberse polilla también tiene su mérito. Y no se trata de compadecerse ni de resignarse a su pequeñez, sino de descubrir que uno puede ser feliz y hasta extraordinario en esos estrechos límites de su insignificancia. La polilla no habla continuamente al mundo para explicarle sus razones, ni es dogmática, ni tiene siempre una opinión sobre todo clarísimamente definida. Cuando eso ocurre, amoldamos todo lo que pasa al tamaño de nuestras ideas y nos constreñimos sin remedio porque somos importantes. En cambio, el hombre polilla, se puede permitir permanecer en silencio y dejar que sea el mundo el que le hable a él, puede escucharlo sin estridencias y sin posicionamientos, y quizá, por eso verlo y disfrutarlo mejor.


¿La felicidad se descubre o se busca?

Es la pregunta del millón y no lo sé, la verdad. Pero tengo la sensación de que quien piensa en ella no suele encontrarla, y sí quien no se pregunta demasiado en qué consiste. Decía Russell en La conquista de la felicidad, que la felicidad exige como premisa previa el bienestar físico y mental, y que una vez logrado eso (reconozcamos que no es fácil), alcanzar la felicidad solo depende de nosotros y que el que no la alcanza sin tener razones de peso, no puede echar la culpa a la vida de su infelicidad, sino a su falta de imaginación. Yo creo que tiene razón. Por eso me encantan algunos escritores americanos y esa manera tan ingenua y primitiva de abordar la vida, como Henry Miller, capaz a sus 85 años, enfermo y paralítico, de escribir unas maravillas cartas de amor a Brenda, reivindicando la alegría de vivir. Eso me gusta. Aquí en Europa, en cambio, se ha pensado durante mucho tiempo que la angustia romántica era fotogénica, profunda y metafísica, que la tristeza viste mucho y combina bien con bufanda de cuadros y mitones. Sartre y Alberti se angustiaban por la mañana delante de los fotógrafos y por la tarde miraban su imagen atormentada en el periódico en los bares de moda, delante de botellas de champán a 200 francos/rublos la unidad. No se trata de vivir en un estado de felicidad estúpido, sino de vencer viejos complejos existenciales y no avergonzarse por sentirse feliz paseando un sábado por la mañana sin necesidad de que haya un alineamiento interplanetario sobre nuestras cabezas.


¿Por qué escribes? Alguna filosofía

Para algunos escribir es un parto con dolor, para otros una fiesta perpetua. Landero dice haberse iniciado para ligar, Gopegui para sentir poder, Márquez para que lo quieran, otros lo hacen para forrarse (obvio los nombres). A mí me parece que todas son muy buenas razones, pero en mi caso no he alcanzado ninguna de esas metas, ni siquiera la primera. En realidad, siempre he escrito, ahora lo sigo haciendo por inercia, porque es una de las cosas que más me gustan, pero ya no recuerdo la razón que un día, de crío, me llevó e escribir mi primer cuento. Creo que ahora la escritura me sirve para entenderme mejor y para entender un poco mejor el mundo que late oculto donde los ojos no pueden llegar. Aunque sea muy tópico decirlo, me parece que todavía hoy la literatura encuentra su materia allí donde la imagen ya no puede entrar.


¿Cuál ha sido tu relación con los concursos literarios? ¿Algún consejo para el que se inicia?

Ha sido buena en general. A veces he sido reconocido, a veces no, pero casi siempre he sido respetuoso con los fallos. Gracias a los concursos he podido publicar novelas que las editoriales no solo no leen, sino que incluso se niegan a recibir por saturación. Sí que me he sentido frustrado en algún concurso que, por ejemplo, recibía 1500 manuscritos y tardaba solo 30 día en emitir el fallo, y que luego ganaba, por ejemplo, R. R., la cofundadora de la editorial que organizaba el premio, por ejemplo S(eix) B(arral). No daré más pistas.
Por eso a quienes se inician en este complejo y masificado mundo les aconsejo que no vivan pendientes de los premios, porque estadísticamente hay más posibilidades de perder que de ganar, y no ganar no supone necesariamente que tu obra no sea buena. Escribir es una labor solitaria y en general secreta, eso debemos tenerlo siempre en cuenta. La clave está en perseverar, escribir lo que te guste y disfrutar escribiendo, solo así hay alguna posibilidad de que al cabo tu labor sea reconocida por los demás. No conviene creerse que somos la reencarnación de Joyce, pero tampoco pensar que somos el último escribiente del mundo. Deberíamos querernos lo justo y creer en nosotros mismos; es la mejor manera de acabar ganándonos el respeto de los demás. Así las cosas, a lo mejor a los 60 años resulta que solo te ha leído tu familia y dos o tres amigos que no han aprendido aún a decir que no; pero a lo mejor resulta que figuras entre los candidatos al premio Nobel. ¿Por qué no? ¿No lo ganó Echegaray, no lo ganó C.J.C?


¿Qué le pides a una historia para que conecte contigo?

Le pido que hable de lo que a mí me interesa. Por ejemplo no me interesan las historias de amor por las que no pasa en tiempo, porque, salvo para quienes las viven, me parecen muy aburridas. No me interesan las historias de misterio e intriga, porque me importa muy poco saber quién es el asesino o el ladrón. Sí me interesan las historias en las que el tiempo es el protagonista, o la identidad o el sentimiento de culpa o el poder de la palabra para transcribir la realidad. Me gusta, como decía Vargas Llosa toda aquella historia que sea capaz de convertir una mentira en verdad.


¿Cuáles son tus referentes literarios?

Mis referentes literarios son muchos. Entiendo que es una pedantería decir que hay obras que cambian tu vida, si lo pensamos bien eso no ocurre muchas veces. No creo que ningún malvado lector de El idiota se haya transformado en un ser bueno, o que ningún vago se haya convertido en un trabajador nipón después de haber leído las cartas en las que Tostoi reivindica la mística del trabajo manual. Pero sí que hay autores y momentos que te provocan pequeñas descargas que ya siempre las llevas contigo. El protagonista de La vida, de Chèjov, la noche en que duerme con su mujer sabiendo que va a ser abandonado la mañana siguiente; la última página de Los muertos de Joyce, cuando un anciano escucha, mientras ve caer la nieve, la confesión de su mujer acerca de un amor adolescente que se dejó morir por ella; la impotencia del teniente Drago (El desierto de los tártaros), cuando, después de llevar aguardando treinta años la llegada del enemigo, no puede batallar porque la vida lo ha agotado mientras esperaba. Esos, y cientos más, son momentos impagables que te ofrecen de cuando en cuando los grandes escritores.


¿Cómo te defines como escritor?

Como escritor me defino como un aprendiz de mis maestros, y mis maestros son aquellos que te dan más con menos. En cambio, huyo de los que entierran los poco que dicen en toneladas de palabras. Al menos es lo que intento, y reconozco que muchas veces no lo logro (como en esta entrevista, sin ir más lejos). Me parece que Chèjov es el paradigma del escritor que quisiera ser de mayor. Si Chèjov fuera Dios yo no sería ateo.


¿De poder decidirlo tú preferirías ser un escritor de masas o un escritor de culto?


Quienes sabemos que nunca vamos a ser Carlos Sierra, María Dueñas o Antonio Gala, defendemos al escritor de culto (es decir, minoritario) frente al escritor de masas. Pero hay una tercera categoría, la del escritor tan poco leído que pasa de ser escritor de culto a escritor secreto. A mí me gustaría ser un escritor de masas, pero escribiendo como escriben Sebald, Coetzee, Roth o el Banville de El mar. Si para ser escritor de masas tengo que hablar de Napoleones que encuentran el elixir de la eterna juventud en una pirámide de Egipto o de una pija que va a Turquía y se enamora hasta las cachas de un apuesto árabe con aspecto de pijoaparte o si he de empezar diciendo que una fría mañana de invierno un hermoso jinete recorría la soleada pradera…, en fin prefiero no pagar el peaje y escribir para mi madre, que además te va a decir que eres el escritor más guapo y más listo del mundo.


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