Apenas unos días antes Manuel le había regalado un ramo de tulipanes, porque un hombre debe cortejar con flores, y María las había recibido con mejillas y labios en tensión, en un intento de enorme sonrisa, y los ojos abiertos y estériles de brillo, porque debían encantarle las flores. Era así como se habían acostumbrado a simularse sumergidos en un vaivén de protocolos de amor que a ambos se les antojaba de lo más insulso, de lo menos apasionante.
Siendo tan iguales, pero creyéndose tan distintos, a ambos les causa tremenda vergüenza compartir con el otro la verdad de su decisión. No es fácil hablar de pasión anhelada a quien solo ha compartido contigo una seducción de lo más protocolaria.
Así que ahora, frente al olor dulcemente amargo de un café puro de Brasil, María se yergue un poco y le da un beso en la frente a Manuel. Ese contacto, de tan vacío, lo sumió en el alivio de no tener que decir nada. Se levantaron despacio, en un silencio que se había tornado ya cómodo, arrullado por el alivio de un final fluido y esperado. Salieron del café envueltos en un aura de sosiego, en un estado de tal desahogo y armonía, que se les ocurrió que ese final había sido tan pactado, que tal vez no hubiera sido acertado del todo. Se sintieron de pronto, extrañamente, comprendidos por la otra y por el otro. Una sonrisa empática y dulce apareció levemente en sus rostros, que iban ya desapareciendo en la esquina contraria de la melancólica calle de baldosas. “¡Quién sabe!, quizás algún día, un casual café”.
Texto: Carmen Medina Sarmiento
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