Ha dejado la margarita calva de tanto deshojarla —me llama, no me llama— y se siente nervioso como un mosquito en medio de un vendaval, confundiendo su estómago con una bolsa repleta de mariposas. Todo comenzó cuando sus amigos le confiaron entre risas: —Le llaman la mantis —. Entonces, su cerebro de mosquito se hinchó hasta el tamaño de un escarabajo pelotero para albergar la posibilidad de sexo. Sin pensárselo, corrió hasta la chica alta y feúcha para darle su número y ella lo aceptó escudriñándole desde arriba, miope y burlona: —Me gustan los insectos. Te llamaré. —Cuando quieras —tartajeó él, sumiso, irremediablemente enganchado a su tela de araña. Y «cuando quieras» es ahora: el móvil comienza a vibrar como un abejorro encerrado en su mano. Descuelga triunfal, anticipando una cita con ella, viéndose ya agarrado a su talle de avispa, izándose sobre las puntillas para susurrarle cositas picantes al oído (cochinilla). Se lleva el
móvil a la oreja donde su voz sensual de mantis juguetona es un insinuante aleteo de mosca: —Ya sabes, me gustan los insectos —y él adivina por qué le llaman la mantis cuando añade eufórica:— En el terrario a las siete, ¿vale?
Texto: Mikel Aboitiz
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