Me siento feliz y libre
mientras la brisa del mar acaricia mi cara y suaves ráfagas de arena
se posan entre mis muslos y en mi vientre. El viaje en coche desde
la ciudad ha sido como un viaje en el tiempo, a los veranos con mi
familia, a mis primeros amores con besos de arena y sal. No me ha
tomado más que unos segundos en despojarme de mi vestido de calle,
tirar a un lado la tablet y el teléfono y coger la banqueta
de terciopelo morado que usaba mi madre. Bajo desnuda los peldaños
de madera que dan a la playa y hundo los tacones en la arena, con el
único accesorio que un sombrero de fieltro en la cabeza. No necesito
más. Todo me sobra. Observo que otras nobles casas con porches de
madera pintados en elegantes tonos pastel se suceden dispersas a lo
largo de la costa ancha y arenosa, moteando el litoral, y me invade
un vago recuerdo a un cuadro de Hopper que no llego de definir con
claridad. Miro el horizonte sereno y limpio mientras las gaviotas
con su graznido átono comentan elocuentes mis pensamientos. Es hora
de darle un vuelco a mi vida, conciliar mis horarios, poner prosa a
mis ideas, celebrarme a mí misma, prescindir de lo superfluo,
reinventar mi pareja,…. Mientras, muy arriba, las gaviotas blancas
asienten con su monótono graznido.
Texto e ilustración:
Carlos de Castro, Sept.
2018.
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