08 abril, 2013
Plegaria
Mi vida es un asco, sobre todo en lo que se refiere al asunto de la suciedad de mis pensamientos: Señor, perdóname señor. No puedo evitar hurgar en sus vidas y tirar de sus hilos enredados. A veces quisiera no llegar tan lejos, quedarme sólo en el umbral de la puerta de sus alcobas, pero ellas se abren a mí como flores pidiendo agua, y yo las intento regar con palabras de consuelo, de compasión por sus actos tan humanos e impuros. Sus confesiones se me clavan en lugares remotos que ya no recuerdo si un día exploré. Son como plantones negros de malvas que crecen eternas, con raíces que arañan mis intestinos y encojen mis pulmones y me hacen respirar hondo para no morir ahogado. Se me encharca el estómago, se convierte en un pantano. No me puedo arrancar sus voces de mi cabeza, vuelven y vuelven y revolotean resonando como graznidos en la noche. Al darles la comunión y ver cómo de mis manos a sus bocas se derrama tu cuerpo sagrado y en vez de paladearte agradecidas te engullen como fieras ansiosas, contengo las náuseas al pensar en lo que me contaban minutos antes, de cómo el pecado las hizo arrastrarse como perras en busca de comida hasta el confesionario, de cómo tenía yo la vara del perdón y el castigo para descargarla en sus lomos. Ellas sueltan el lastre que les impide andar erguidas y derraman en mí sus sucios actos, sembrándome de envidias, lujuria, celos, argucias para hacer daño,… Señor, yo cierro los ojos y siento ganas de desgarrar sus ropas por la espalda y azotar sus carnes y hacerles daño hasta oírles gritar pidiendo clemencia por sus pecados mientras veo su sangre avinagrada escurrirse hasta llegar a sus caderas o perderse en el pliegue de sus nalgas. Señor, ¿por qué tengo estos pensamientos, Señor?, ¿soy digno de ti? Mi miembro se pone erecto mientras las escucho y algunas veces, ya sabes, me mojo bajo la sotana sin tan siquiera tocarme y me siento sucio en la liturgia, sucio por hablar luego en tu nombre y pensar en que no soy digno de ti. Señor, dame una señal, enséñame tu luz y dime: ¿Soy digno de hablar en tu nombre?
Texto: Miguel A. Brito
Narración: La Voz Silenciosa
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Lo que encierra un confesionario...
ResponderEliminarAy de los hombres si no tuvieran que rezar una plegaria.
Me gusta!
Un abrazo.
María Estévez
No sé por qué me imagino al Señor crucificado, mientras el sacerdote le implora, sudando y conteniéndose, mientras los clavos parecen querer salir disparados. Muy bueno.
ResponderEliminarQué extraño es el ser humano, cómo reniega de todo lo que es, de su esencia y pensar que le pide a Dios, su creador, que le diga si es digno de hablar en su nombre...
ResponderEliminarEstupenda narración de lo que escondemos tras nuestras sotanas, incluso los que no somos clérigos.
Tiene que ser muy duro conocer tanta y tanta información con la que no se puede hacer nada, "por contrato".
ResponderEliminarY el morbo de lo prohibido.
Y las dudas, y los remordimientos.
Muy humano. Magnífico texto.
Este texto es digno de la nueva convocatoria que prepara La Esfera.
ResponderEliminar¡Oído cocina a los escritores! y guardar las confesiones más secretas que todo no se puede contar.
Yo me pregunto si Dios al escuchar de igual forma a este pobre cura, puede sentirse igual de desgraciado. ¿a quién pedirá él ayuda y consejo?
Buenísimo Miguel Ángel, nunca se me hubiera ocurrido. Esto ya es de alto nivel,eh? Un saludo.
ResponderEliminarMuchas gracias por vuestros comentarios, esféricos. Me alegra mucho que os haya gustado.
ResponderEliminarGran narración¡¡
ResponderEliminarMuy buena plegaria.
Muchas gracias por regalarnos esta narración, Voz. Un abrazo
ResponderEliminarHermosa oración. Hermoso relato. Sincera oración. Sincero relato. Todos sabemos que es ficción, sin embargo todos sabemos que es real. Esta es una de las grandezas de la escritura: escribir algo que no ha sucedido en concreto, para poner de relieve lo que es verdad y -en este caso- atosiga a tantos seres humanos.
ResponderEliminarEl asunto de fondo que lacera a este sacerdote es viejo como la propia Iglesia Católica, sobre todo desde que impuso el celibato como norma inviolable para sus presbíteros. No se trata aquí de entrar en este asunto, pero, querido Miguel Ángel, atinas en una de las dianas que persigue a tantos hombres buenos que, sin embargo, no pueden dejar de ser hombres. Esto sin entrar en la cuestión tan odiosa que salpica a tantas vidas machacadas durante la infancia por individuos que no fueron capaces o no quisieron dominar sus impulsos.
Aunque el tema sea distinto, la angustia que representa este sacerdote, las dudas que manifiesta, ese sufrimiento por no saber si es digno representante del Señor, me recuerda a la brutal agonía en que se debatía uno de los mejores personajes que la literatura española ha dado. Me refiero a Don Manuel, aquel cura de un pueblo perdido en lo más profundo de algunas montañas y que vive en las páginas del libro de Miguel de Unamuno San Manuel bueno y mártir.
El relato es una maravilla de preguntas que no tendrán respuesta.
ResponderEliminarFantástica forma la que tiene Miguel A Brito de contar... Yo, tomo nota y aprendo.
Felicidades, por supuesto a la Voz que a mí me tiene enganchada.
Un abrazo.
Este texto lo conozco desde su creación y me pareció fascinante desde su primera lectura ahora lo releo y lo escucho y crece y crece.
ResponderEliminarImpresionante los dos.