Salía del mar, aún escurría el agua por su cuerpo cuando el viejo la sujetó por la muñeca y tiró de ella hasta obligarla a entrar en el coche.
La situación era bochornosa, ni siquiera esperó a que pudiera secarse y recogiera sus cosas.
El día había amanecido soleado, hermoso, sin embargo, yendo en el coche, la brisa del invierno entraba por la ventana y la hacía temblar.
Al llegar a la casa, su abuela y su tía la esperaban en la puerta. Ambas mujeres expresaban con idéntico gesto su rabia: apretaban los labios y cruzaban sus brazos bajo los pechos, por lo que Viviana estalló en una risa de mofa que no hizo sino complicar más las cosas.
Darse un baño en la playa del faro o, simplemente, pasear por las dunas, eran libertades inconcebibles. De nuevo él, impotente, controlando sus ganas de pegarle, la empujó contra la pared, y le gritó:
— ¡Al menos respeta el día que murió tu madre, golfa! ¡Vístete de una vez y ve a la cocina ayudar a las mujeres!
¡Como si su madre necesitara de su respeto!
En los treinta y nueve años que duró su vida, había sido poco más que un mueble que se cambia de un rincón a otro, según donde sea más útil, sin contar con él, sin apenas reparar en su presencia. Almohada sobre la que reposar la cabeza cansada, para su abuela, siempre enferma, cuadro valioso que mostrar a futuros compradores, para su padre; retrete en el que verter la mierda de los fracasos, para su marido, cortinas tras las que se guardan los secretos de la casa, para todos.
Su madre no necesitaba su respeto, sino el del resto de la parentela, que ahora velaba su cuerpo con gesto dolorido y ensalzaba sus valores, los mismos valores que nunca había dado muestras de reconocer.
¡Como si su madre necesitara de su respeto!
En los treinta y nueve años que duró su vida, había sido poco más que un mueble que se cambia de un rincón a otro, según donde sea más útil, sin contar con él, sin apenas reparar en su presencia. Almohada sobre la que reposar la cabeza cansada, para su abuela, siempre enferma, cuadro valioso que mostrar a futuros compradores, para su padre; retrete en el que verter la mierda de los fracasos, para su marido, cortinas tras las que se guardan los secretos de la casa, para todos.
Su madre no necesitaba su respeto, sino el del resto de la parentela, que ahora velaba su cuerpo con gesto dolorido y ensalzaba sus valores, los mismos valores que nunca había dado muestras de reconocer.
Autores: Ana Joyanes y Dácil Martín
¡Qué sorpresa, queridas! Fuerte empezáis este relato, no menos interesante por repetido en la vida de muchas mujeres.
ResponderEliminarEspero el siguiente capítulo.
Muchos besos a las dos.
Ana J., Dácil, ¿el capítulo es obra de las dos? Si es así, mi enhorabuena; me parece complicadísimo ponerse de acuerdo en lo que se quiere contar, en cómo contarlo... Me recuerda a la experiencia de "Oscurece en Edimburgo", pero con el plus de complejidad de no escribir cada autor su capítulo.
ResponderEliminarSaludos.
Nuria R
Empieza muy bien, fortísimo dice Isolda. Estamos en un pluebo con sus valores? o en cualquier familia patriarcal? Me intriga, me engancha y me alegra tener una historia por capítulos. Enhorabuena al dúo Ana-Dácil.
ResponderEliminarSí que está escrito por las dos.
ResponderEliminarSe trata de un relato corto que escribimos entre las dos.
Una anécdota: hay un fragmento que las dos escribimos a la vez y sucedía lo mismo. ¡Sin habernos puesto de acuerdo!. Tuvimos que unficar y decidir cómo quedaría al final. Fue un momento muy especial.
Muchas gracias por vuestras palabras, Isolda, Nuria, Catherine. Es magnífico saber que seguís respaldándonos.
Fantástico arranque.
ResponderEliminarAunque voy a leer ahora mismo el capítulo II, no quería dejar sin mi comentario este capítulo.
Ya estoy enganchado a una historia que promete.
Cómo gana el relato con tu interpretación, Jose!!!
ResponderEliminarMuchas gracias por darle más vida!