20 febrero, 2014

Otoño, fresno y rosas

Casi tenía todo ideado, preparado en su mente; proyectado igual que una película, desde el comienzo, hasta el final. El sol saldría brillante y el mar calmado, lleno vida; daba igual que fuera el mar Caspio; o mar de Aral o cualquier otro. Habría solomillo con naranja; fresas y nata en cuencos de cristal labrado; habrían risas, alborotos; globos en ramilletes en cada esquina de la casa. Se habría esmerado en limpiar aquellos jarrones para que los tallos de las rosas se vieran hermosos igual que capullos amarillos, que, durante la noche desplegarían sus pequeñas alas; capa tras capa brotarían rosas tan bellas como las señoras cuando tienden sus sábanas a primera hora del día. En los pomos de las puertas se reflejaría la luz de un sol, con todos sus dedos dentro de la casa; Ella misma iría a la compra, y las flores las recogería a la vuelta, y ese día no sentiría la angustia de conducir, no le importaría recorrer unas cuantas calles más arriba o, abajo, o atravesar el puente lleno de automóviles feroces. Sabría justo la medida y la cantidad de harina que llevaría el bizcocho de chocolate, adornado con cerezas. El vestido un poco ajustado le vendría bien; el mismo vestido, que había permanecido algún tiempo en el ropero en silencio, adormecido por los dos o tres años de clausura.

Todo permanecía en su cabeza, y podía ser tan hermoso, igual que en otras épocas. “Nada será, nada pasará” , repitió tantas veces, una y otra vez; el torbellino de ideas se disolvió junto con la euforia que había brotado de ella; el jardín la rodeaba, la banqueta al lado del olmo; sus ojos llenos de una lluvia transparente; sus manos reposaban una encima de la otra.

Texto: María Estévez

1 comentario:

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