Levanto con cuidado mis cejas, con cuidado por que no utilizo el estuche desde hace tiempo y la cremallera oculta debajo de ellas está un poco agarrotada. Voy levantando la tapa poco a poco, me tira, se han quedado la carne reseca pegada al hueso con los restos de la sangre que no limpié la vez anterior.
Muevo despacio el frontal desplazándolo de los parietales y van apareciendo todos las puntas de los lápices de colores emergiendo entre la corteza cerebral. Los de entre los gusanos del primer nivel no me gustan, tienen vida definida, no escriben tacos y me corrigen continuamente, no necesito revisar mi ortografía. Me miran con sus afiladas cimas desafiándome con su orden. En los lados son alegres y aparentan hablar. No necesito tocarlos para que me aturullen con su verborrea, cantan mi imaginación. Se esconden entre las raíces cuando estoy triste. En la parte de atrás, están los que escriben del tiempo y al fondo casi clavados en mi cuello los artistas que utilizo con la luz.
Todos ellos tiene colores diferentes y cambiantes, cuando se deslizan van dejando un reguero de palabras atravesando un prisma que los multiplica en millones de versiones y gamas para cada vida.
En algunos rincones, quedan restos de virutas de gomas y trazos ininteligibles. Son recuerdos castrados por obstáculos y barreras. Son manuscritos ocultos, escondidos, que mutaron algunos tonos; algunos de ellos, los que todavía garabatean tienen colore suaves, tímidos.
Algunas veces, como hoy, todos quieren colocarse entre mis dedos y se empujan entre ellos. No puedo manejarlos ni elegir uno, el más adecuado. No los cojo porque todos ellos tienen algo con significado ahora, pero cuando los aparto y luego miro sus firmas, no encuentro el color fuera del prisma. Tengo que volver hacía atrás, rastrear el chispazo, pero se ha apagado y ya no veo la coherencia.
Hoy, cierro el estuche. Antes lo he limpiado bien porque no quiero pasar tanto tiempo sin usarlo.
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