A esas horas de la tarde los mendigos se habían posicionado en los mismos sitios de cada día, esperaban la limosna o quizás, nada, simplemente se habían acostumbrado; las costumbres son peligrosas, porque hace que una venda tape los ojos y no se pueda ver más allá, los tenderos echaban el cerrojo algo satisfechos por las ventas; los coches hacían sonar todos a una las bocinas, como si un monstruo les estuviera persiguiendo por la alameda para devorar a cada uno de los autos, de modo, que el escaparate esa tarde era el sitio de reunión de los banqueros, peluqueros, modistas, madres y padres, realmente la parsimonia y el morbo les había dejado ahí, como pasmarotes, salivando sus bocas como los perros cuando esperan la comida. La empleada se daba prisa en terminar de limpiarlo todo, la fregona y el cubo y los paños los había dejado junto a un mostrador de madera de nogal; los guantes aún los llevaba puestos. Sudaba mucho y se había secado el rostro con un paño d! e los que había en la tienda, uno bordado con hilos de plata, con alguna dificultad por el látex. Alsina, la dueña de la tienda había recobrado el color de su rostro, y había bebido en pequeños sorbos la taza de tila que la empleada le preparó con esmero y cierta preocupación, porque había que ver a la pobre mujer como se hinchaba igual que un globo, un poco más y hubiese tocado con sus dedos el techo de la tienda, realmente tuvo suerte, porque la gallina que había ingerido una hora antes, había puesto los huevos dentro del estómago de la infortunada y los polluelos asustados por tan raro e inhóspito nido comenzaron a picar con sus pequeños picos toda la panza desde dentro, si, tuvo mucha suerte, porque a veces los grandes banquetes pasan factura; los polluelos escaparon de aquel barrilete y revoloteaban por todo sitios provocando un fastuoso resplandor.
Texto: +Maria Estevez
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