Suena un piano en el salón, su melodía es diáfana y melancólica, las manos del pianista tiemblan al contacto del teclado. Cierra sus ojos para volar entre sueños y quimeras, por momentos es irreverente, taciturno, pero la genialidad brota de su ser. Sus labios apretados impulsan la fuerza de su inspiración. La sala es un paraíso de notas hermosas y compases que hacen que la brisa irrumpa en una danza nupcial. El pianista derrama su pasión, esculpe con los dedos su creación, acaricia el piano con dulzura, lo desnuda de prodigios enriqueciendo su inagotable arrebato.
Su nobleza frente a su maestría es un réquiem en los altares, el encuentro de los ángeles con la santidad. El pianista procura con su música, felicidad, aún cuando su alma atormentada vaga en la soledad. Sólo la luz celestial se atrevería a bautizar su frente ceñida de amargura, pero es un torbellino cuando hace suyo el piano. Suena un piano en el salon, Beethoven culmina su último movimiento, mientras el mundo queda sordo, sin la magia del buen pianista alemán.
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