Texto: Francisco Concepción Alvarez
22 enero, 2009
Donde acaba la carretera, empieza El Mundo...
En una isla en el Atlántico, allí donde acaba el asfalto, empieza el mundo. Escapé y llegué allí aferrado a mi moto, mimado por el runruneo del motor sin previo rumbo ni objetivo, por carretera secundaria y dificultosa. Era predecible, una isla tiene esa particularidad: un límite. Pero no me preocupaba, mi moto es sabia, es buena. Aparqué, desmonté, me quité el caso, observé. Me miraron en silencio, con indiferencia. Tenía que entrar, era obligado, era un imán. Saludé. Los que allí se encontraban asintieron con algo parecido a un leve gruñido y sin mucha euforia. Pedí una cerveza a la señora huesuda y todo canas que había tras la barra. Me la puso sobre el mostrador sin protocolo, pero sin mala educación. No le acompañaba un vaso por lo que entendí que había que beberla a pico. También entendí que el espectáculo y la vida estaban fuera. Salí y me senté frente a la puerta del bar en un muro de piedra rústico, donde calentaba un sol de septiembre, pero el de las cinco de la tarde, el agradable. Tenía frente a mis ojos la moto, el bar, una montaña, huertas cuidadas y también dejadas y varios seres sosegados, que individualmente y sin hablar bebían cerveza a pico sin prisa. No existía conversación, intercambio, nadie se miraba, todos estaban macerados por el anaranjado sol de la tarde. Nadie llevaba reloj, no existía el tiempo. Allí solo se movía el silencio, era el más notorio y el único que parecía existir, engullendo los ladridos de algunos de los perrillos que se acercaban a tontear con los bebedores de cerveza por si les caía alguna limosna en forma de alimento. No sé el tiempo que pasó, ni las cervezas que bebí, cuando desde dentro del bar se escuchó: -¡Manuel, te llaman¡ Observé a todos los que estaban sentados a las afueras de aquel cutre bar y en los cuales no había reparado y nadie de aquellos hombres ni ninguna de las tres mujeres que allí se encontraban se dieron por aludidos. Ningún de aquellos rostros arados por el sol y la vida con barba de varios días los hombres y bigote y pelos en los sobacos la mujeres, modificaron un milímetro su plácido semblante. -¡Manuel, te llaman por teléfono¡- Se volvió a escuchar desde dentro del bar. Era la voz de la vieja canosa, que era solo una estructura ósea. Y a pocos metros de mí, un viejo con gorro calado contesta invariable: -¡Dile, que no me estén llamando¡, quedándose inmóvil, impasible, con la misma indiferencia que él había producido en mí, que no me había percatado de su existencia. El viejo de ropa roída continuó abducido por el sol naranja. Miraba, pero solo contemplaba su propio interior. Su respuesta se me serigrafió en mi sistema reflexivo y lo puso en funcionamiento, que constantemente procesaba y repetía la frase: -¡Dile, que no me estén llamando¡, -¡Dile, que no me estén llamando¡ El viejo no preguntó quien lo llamaba. Algo le pesaba más que su curiosidad. No le importó que fuera una urgencia. Sabía que aquello que vivía era más vital que aquella llamada. No le interesó que le llamasen para darle algo. Él tenía de todo. Tampoco dijo: “Yo le llamo más tarde” ó “que llame luego”. No quería compromisos ni dar falsas esperanzas. No vivía de cara a la galería. Moto sabia, moto buena, me llevaste donde termina el asfalto.
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