Y verlo ahí, tirado, desplomado sobre sus rodillas. La cabeza agazapada, encorvado, intentando ser engullido. Las lágrimas regando todo, creando un charco pegajoso que lo dejará ahí, así… de por vida. Miles y miles de yunques parece sostener sobre los hombros gachos. Como si la gravedad fueran pisotones de una estampida de elefantes. Verlo de esa forma, en ese lugar tan abarrotado de barrotes. La cama y la pileta detrás. Un lavamanos. Un escritorio. Una libreta y un boli. Y él vacío, sin nada, deshidratado ya de tanto lloriqueo. Sería mejor pegarle un tiro. Algo rápido. Una inyección letal quizás. A un perro se le haría ese regalo sin dudarlo. Pero no, a él le abren la jaula, luego se la cierran de nuevo, todos los días con las misma rutina. La rutina de las normas, de lo establecido, de lo protocolario. La libertad individual, en ese estado, es una carga aún mayor si cabe. Deja de ser una responsabilidad para ser una pena. Pena, pena es lo que da ese condenado.
Pero todos estamos condenados a algo.
ResponderEliminarHay días que me siento asi, pero casi mejor ni el tiro, ni la inyección, ni la cámara de gas, ni la silla eléctrica, ni la guillotina, ni el garrote vil, ni el fusilamiento (joder, cuántas formas tiene un estado de matar a alguien). Cada mañana suele amanecer, y prefiero ser como Sísifo...
El texto es una maravilla, Jugador.
Gracias, Amando.
ResponderEliminarLa pérdida de la libertad que es peor que la muerte, tanto si estás tras las rejas como si es otra circunstancia lo que te la roba. Da miedo. Buen texto.
ResponderEliminarGracias, la libertad es un ejercicio creo yo, hay que trabajarsela.
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