Si no eres buena, vendrá el señor Mengano, le advertía en voz baja, casi al oído, para que nadie más sintiera el peso de tal amenaza. Y aquella niña quebradiza no lo dudaba porque sabía muy bien que Mengano aguardaba por las niñas malas en todos los rincones oscuros, con un don para la ubicuidad sin medida. Sus dominios se extendían por el pueblo, los senderos, las calles, los atajos, las huertas, la cuadra, el maizal… Su aliento viejo y oscuro subía también las escaleras de la casa, hasta llegar al cuarto, o la perseguía hasta el fondo del patio para arrinconarla, sigiloso, detrás del muro de piedra, o entre las sábanas tendidas que, en volandas, se secaban al sol. Pero era de noche cuando la probable visita del señor Mengano hacía estropicios en aquella cabecita frágil; y es que la noche y su negrura lo hacía más concreto, más corpóreo, más real... En el armario, bajo la cama, visible o invisible, acechándola siempre. Ni con los ojos cerrados podía dejar de ver su mirada vacía, su mano cruel acercándose a ella, atraído por el olor a infancia de su pelo, por la suavidad triste de sus mejillas. Si no gritas, seré bueno, escuchaba, y a ella solo le quedaba cantar, cantar en voz alta, como en una especie de conjuro que lo alejaría, cantar para salvarse, cantar para ser libre, una canción como única muralla entre su inocencia y su derrota.
Texto: Isabel Expósito Morales
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