Era de esas casas con limonero y parral, gallinas picoteando en su entorno y rosales flacuchos con rosas despeinadas cuyos pétalos caían flotando, hartos de tanto verano. La puerta estaba entre abierta y me colé hacia la sombra de la estancia, busqué a mi amiga entre cuerpos que roncaban en las camas. La encontré detrás en el patio, observando la tierra seca en sus pies descalzos. Mañana me iré, le conté. Lo sé, lo sé, me contestó ella mientras buscaba algo, una piedra, que lanzó al gato que merodeaba. Le dije que se viniera conmigo, que estaríamos juntas para siempre, sin tener que invernar las alegrías vividas. Pasaron los días, las idas y las venidas que convirtieron a mi flor silvestre en una rosa. Ya se encargaba ella, con desparpajo de campesina, de alejar a los más toscos del pueblo que la acechaban cuando trepaba hasta los cerros o cuando se bañaba en la charca y dejaba la ropa sobre el muro de piedra. Llevaba la melena despeinada y regañaba los ojos, harta de aquel verano; eso me contaron. Y que poco tiempo después, estando el limonero en flor, se quitó los zapatos nuevos y desde el roque más alto se lanzó volando como lo hiciera su padre, aquel buen hombre que una tarde de primavera dejó a mi flor silvestre esperándolo al borde del camino.
Texto: Dácil Martín
Interesante imagen rural. Me gustaría conocer a esa campesina y bañarme con ella.
ResponderEliminarNo todo es lo que parece. Crees que estás leyendo un intento de hacer bucólica un rudo ambiente rural y ese intento solamente lo has hecho en tu cabeza. Lo cierto es que te topas con la más cruel realidad pero contada de forma magistral.
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