Dicen que las mejores decisiones son difíciles de explicar.
Puede que sea mi caso.
No sé por qué elegí venir a esta ciudad de perros y polvo ni por qué me dejé tentar por las fantasías de oro y mujeres del Loco McGregor ni cuándo decidí apostar mi vida en las timbas sucias de la trastienda.
Lo perdí todo, como tantos, luchando en el bando equivocado: dinero, amigos, esposa, salud, esperanza.
Derrotado, humillado, muerto de hambre, comido de piojos y suplicando por mi vida a ese Dios que no me escuchó, contemplé cómo nuestro ejército se rendía, cómo capitulaba nuestro orgullo.
Me hubiera vendido al mismísimo Satanás por una botella de whiski y una mujer que me calentara la cama, al menos por una noche. Vagué de pueblo en pueblo, robé, mendigué y trabajé en ranchos desahuciados hasta que conocí al Loco McGregor.
Dicen que se ganó la fama de loco porque aseguraba que podía ver a través de su cuenca vacía, y yo puedo atestiguar que lo vi correr como alma que lleva el diablo, con el ojo bueno vendado, esquivando las balas de la cuadrilla del sheriff de Doom City y sorteando a los viandantes. Aunque tal vez fuera el whiski el que me hizo verlo.
Pero eso es otra historia.
El Loco McGregor se fijó en mí.
- Sabes cómo empuñar un arma, hijo –me repetía, y sus palabras salían escupidas, como la saliva de tabaco que proyectaba por entre los dientes carcomidos, y me manchaban de sueños.
Asaltar un banco en un pueblo roñoso no debía ser difícil, el Loco me contaba sus hazañas y me emborrachaba de whiski y fantasías.
- Estos yanquis no tienen ni idea. Entramos, pegamos cuatro tiros y nos vamos. Tú nos cubres las espaldas, muchacho.
Todo parecía tan sencillo. El sheriff ya estaba borracho antes de que el sol llegara al mediodía, el funcionario del banco, un pusilánime de pelo engominado, sólo necesitaba una mirada desde la cuenca vacía de McGregor para quedarse paralizado tras su rejita de cartón piedra, las calles estaban casi desiertas, apenas dos o tres mujeres apresurándose por llegar a sus casas.
Todo parecía muy sencillo, pero algo fallaba. Los pelillos de la nuca me lo decían. Demasiada calma.
Montado en mi caballo, husmeaba el aire denso. Ni un ruido, ni una voz, ni el más mínimo movimiento.
Todo va bien, me decía, ya salen, ya van a salir.
El dedo se me impacientaba sobre el gatillo y la cara me picaba por el sudor.
Todo va bien.
Un disparo.
Vi aparecer la bota de piel de serpiente de Joe Silverman por el quicio de la puerta y el cañón de su rifle.
No lo pensé. Disparé uno, dos disparos, y Joe Silverman saltó al polvo de la calle envuelto en sangre y gritos de sorpresa. La muerte siempre nos sorprende.
Y piqué espuelas. Giré, disparando sin objetivo a los ayudantes del sheriff que aparecieron sobre los tejados, cubriéndome en mi huida y abandoné Doom City y sus perros y sus putas y sus promesas de oro.
Siempre que me emborracho me acuerdo del Loco McGregor. Ese día no pudo ver con su cuenca vacía la traición de Silverman, pero creo que yo la oí.
Puede que sea mi caso.
No sé por qué elegí venir a esta ciudad de perros y polvo ni por qué me dejé tentar por las fantasías de oro y mujeres del Loco McGregor ni cuándo decidí apostar mi vida en las timbas sucias de la trastienda.
Lo perdí todo, como tantos, luchando en el bando equivocado: dinero, amigos, esposa, salud, esperanza.
Derrotado, humillado, muerto de hambre, comido de piojos y suplicando por mi vida a ese Dios que no me escuchó, contemplé cómo nuestro ejército se rendía, cómo capitulaba nuestro orgullo.
Me hubiera vendido al mismísimo Satanás por una botella de whiski y una mujer que me calentara la cama, al menos por una noche. Vagué de pueblo en pueblo, robé, mendigué y trabajé en ranchos desahuciados hasta que conocí al Loco McGregor.
Dicen que se ganó la fama de loco porque aseguraba que podía ver a través de su cuenca vacía, y yo puedo atestiguar que lo vi correr como alma que lleva el diablo, con el ojo bueno vendado, esquivando las balas de la cuadrilla del sheriff de Doom City y sorteando a los viandantes. Aunque tal vez fuera el whiski el que me hizo verlo.
Pero eso es otra historia.
El Loco McGregor se fijó en mí.
- Sabes cómo empuñar un arma, hijo –me repetía, y sus palabras salían escupidas, como la saliva de tabaco que proyectaba por entre los dientes carcomidos, y me manchaban de sueños.
Asaltar un banco en un pueblo roñoso no debía ser difícil, el Loco me contaba sus hazañas y me emborrachaba de whiski y fantasías.
- Estos yanquis no tienen ni idea. Entramos, pegamos cuatro tiros y nos vamos. Tú nos cubres las espaldas, muchacho.
Todo parecía tan sencillo. El sheriff ya estaba borracho antes de que el sol llegara al mediodía, el funcionario del banco, un pusilánime de pelo engominado, sólo necesitaba una mirada desde la cuenca vacía de McGregor para quedarse paralizado tras su rejita de cartón piedra, las calles estaban casi desiertas, apenas dos o tres mujeres apresurándose por llegar a sus casas.
Todo parecía muy sencillo, pero algo fallaba. Los pelillos de la nuca me lo decían. Demasiada calma.
Montado en mi caballo, husmeaba el aire denso. Ni un ruido, ni una voz, ni el más mínimo movimiento.
Todo va bien, me decía, ya salen, ya van a salir.
El dedo se me impacientaba sobre el gatillo y la cara me picaba por el sudor.
Todo va bien.
Un disparo.
Vi aparecer la bota de piel de serpiente de Joe Silverman por el quicio de la puerta y el cañón de su rifle.
No lo pensé. Disparé uno, dos disparos, y Joe Silverman saltó al polvo de la calle envuelto en sangre y gritos de sorpresa. La muerte siempre nos sorprende.
Y piqué espuelas. Giré, disparando sin objetivo a los ayudantes del sheriff que aparecieron sobre los tejados, cubriéndome en mi huida y abandoné Doom City y sus perros y sus putas y sus promesas de oro.
Siempre que me emborracho me acuerdo del Loco McGregor. Ese día no pudo ver con su cuenca vacía la traición de Silverman, pero creo que yo la oí.
Texto: Ana Joyanes
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