El reloj del salón sonaba con un tic-tac cansino. Hacía pocos minutos que habían dado las cinco y la ansiedad por el tiempo que se escapaba afloraba a sus labios expectantes.
Lo besaba con impaciencia, esperando atesorar la esencia de los minutos que pasaban juntos. Apenas se permitía respirar, absorta en el contacto delicioso de su boca. Lo mordisqueaba, lo lamía, le susurraba apenas inteligiblemente cuanto pasaba por su corazón.
Las cinco y diez. Se dejaba amasar como arcilla jugosa que se ofreciera al artesano, deseosa de cambiar de forma, de ser quien él quisiera que fuese con tal de perpetuar la presión de los dedos sobre su piel incendiada y húmeda. Se perdía en la profundidad que le ofrecían sus ojos y suplicaba que se detuviese el reloj y el tiempo desapareciera. Así, juntos, acoplados, entremezclados deseos, urgencias y amor, fuera del tiempo, en otro espacio, otra vida.
Y se apresuraba. Las cinco y veinte. Refrenaba el impulso por morder su cuello y marcarlo como algo de su propiedad. Hundía los dedos en su cabello espeso mientras le ofrecía, una y mil veces, los pechos jamás saciados. Adoraba el tacto suave y áspero, a la vez, de su cara contra sus senos.
Las cinco y veinticinco. No te vayas todavía, suplicaba sin palabras, besando con unción las puntas de sus dedos que estaban a punto de abandonar, una vez más, su cuerpo. Tic-tac. Uno por cada dedo, uno por cada deseo no cumplido.
Las seis menos veinte. Ojala no te hubieras vestido, ojala te quedaras aquí para siempre.
‘Hasta mañana, mi amor’.
Le sonrió, ocultando la reiterada decepción de las seis menos cuarto.
Lo besaba con impaciencia, esperando atesorar la esencia de los minutos que pasaban juntos. Apenas se permitía respirar, absorta en el contacto delicioso de su boca. Lo mordisqueaba, lo lamía, le susurraba apenas inteligiblemente cuanto pasaba por su corazón.
Las cinco y diez. Se dejaba amasar como arcilla jugosa que se ofreciera al artesano, deseosa de cambiar de forma, de ser quien él quisiera que fuese con tal de perpetuar la presión de los dedos sobre su piel incendiada y húmeda. Se perdía en la profundidad que le ofrecían sus ojos y suplicaba que se detuviese el reloj y el tiempo desapareciera. Así, juntos, acoplados, entremezclados deseos, urgencias y amor, fuera del tiempo, en otro espacio, otra vida.
Y se apresuraba. Las cinco y veinte. Refrenaba el impulso por morder su cuello y marcarlo como algo de su propiedad. Hundía los dedos en su cabello espeso mientras le ofrecía, una y mil veces, los pechos jamás saciados. Adoraba el tacto suave y áspero, a la vez, de su cara contra sus senos.
Las cinco y veinticinco. No te vayas todavía, suplicaba sin palabras, besando con unción las puntas de sus dedos que estaban a punto de abandonar, una vez más, su cuerpo. Tic-tac. Uno por cada dedo, uno por cada deseo no cumplido.
Las seis menos veinte. Ojala no te hubieras vestido, ojala te quedaras aquí para siempre.
‘Hasta mañana, mi amor’.
Le sonrió, ocultando la reiterada decepción de las seis menos cuarto.
Texto: Ana Joyanes
Narración: La Voz Silenciosa
Insaciables, somos insaciables. Y cuando nos saciamos repudiamos y nos alejamos. Que ser tan extraño es el deseo.
ResponderEliminarEROTISMO ELEGANTE, PASIÓN PROHIBIDA Y POR ESO APASIONANTE, TRISTEZA SOBRE TODO TRISTEZA.
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