19 abril, 2009

Pesadilla

El ruido de las botas se hace fuerte en mis oídos, cercano, más cercano, retiembla el suelo.
Agazapada entre las sombras rezo una oración estéril y trato de huir cerrando los ojos sin párpados.
Desde el vaivén de mi siesta de mecedora contemplo cómo los soldados suben por el quicio de la puerta como una guirnalda en movimiento sin fin hasta rodear la jamba y desaparecer en la bruma.
De perfil, el soldado del gorro frigio, lanza y escudo me hace una seña conocida y parto hacia la guerra, alcanzando a mis compañeros mientras mi cuerpo se integra en la greca, confiada en el orden marcial, dispuesta al combate dibujado en una jarra griega.
Algo falla. Las explosiones se suceden y el hedor del pánico devora la ciudad.
Gritos y lamentos me devuelven al combate real, al que me puede hacer morir, al que me avasallará. Si me dejo.
Gusanos se retuercen en mis tripas y siento que me desintegro, esperando que la disolución borre el espanto.
Pero veo las botas ominosas de mis enemigos avanzando en fila, pateando el asfalto humeante. Botas, humo, ruido. Ya están aquí.
Sólo nos separa el escaparate tras el que nos hemos refugiado y las botas están tan cerca…
Los gusanos de mi vientre quieren apoderarse de mi voluntad, me susurran que es mejor reptar, escapar fundida con el suelo, escamotear las pisadas con movimientos discretos, pero a mi alrededor hay tantos ojos aterrados que no puedo abandonar.
Me alzo entre los hombres, niños y mujeres, doy órdenes apresuradas. Las sillas, les grito, formemos una barricada. Y la barricada aparece, confiados bultos protectores entre el cristal y las botas, que se detienen frente a nosotros, disparando sus armas.
El estruendo de las ametralladoras me hiere el alma, y los gusanos se repliegan, quietitos, no sea que les alcance la muerte.
A mi lado una niña tiembla. Me tumbo sobre ella, bajo mi barricada de muebles.
Ya estás segura, me digo, hasta que el olor metálico de la sangre me ensucia.
No necesito comprobar que no se mueve, ni que su cuerpo blando ha desaparecido. La rabia me pone en pie, invulnerable, todopoderosa en mi locura de odio, herida en mi sueño de héroe protector, y me lanza contra las botas con fuerza irreal para arrebatarles un arma.
Cargo contra lo que queda de mis enemigos, me convierto en un asesino más.
Los gusanos han desertado. Sólo queda el dolor.

Texto: Ana Joyanes

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