25 mayo, 2009

Andamana, la reina mala. (II)

La tarde invitaba a saborearla. Las nubes se derretían bajo la bóveda celeste que sostenían las altas montañas. Andamana miraba, reticente, esas nubes, que decían ser las almas de los muertos, y que volverían a nacer imitando las caras de quienes las mirasen. Quizás alguna de ellas corresponderían a la los hijos, que la vieja pitonisa presagiaba, que iba a tener. Le había dicho, sin entenderlo, que uno reinaría sobre la Tierra y el otro sobre el Mar.

Aún recordaba sobrecogida cómo había llegado hasta allí antes de que todo aquello desapareciera. Al subir por el estrecho camino polvoriento, el paisaje reseco y moribundo clamaba a Dios, para que las lluvias ahogaran su sed. Las tabaibas aburrían las laderas, con su monotonía, y tan solo los cardones rompían la rutinaria estampa, iluminando con sus candelabros. De repente, y cuando el camino parecía desfallecer al final del desfiladero, la respiración se cortaba al contemplar todo aquello. Un inmenso vacío lo llenaba todo. Las inmensas paredes de la Caldera lo rodeaba como si quisiera guardar y proteger un secreto. Abajo, donde nacían los barrancos que se ahogarían en el mar, un tapiz verde de olivos y palmeras subían por las laderas queriendo trepar. El risco más hermoso, el Risco Blanco, brillaba en el justo momento que Magec lo tocaba con sus dedos. Su cuerpo dorado y blanco lo dominaba todo como si fuera el Señor del valle. Separado levemente de los acantilados, trepaban por sus costados la gran ciudad. Los caminos se engalanaban con vistosos empedrados de todos los colores que serpenteando envolvían la inmensa roca. Cientos de escaleras unían los grandes caserones y las cuevas que perforaban el cuerpo del Gigante. El vértigo emborrachado se apoderaba de los individuos jadeantes que subían por aquellas callejuelas empinadas. En lo más alto la belleza arrogante del Gran Almogarén coronaba la ciudad maldita. Quién hubiese pensado que años más tarde la Ciudad escondida se convertiría en secreto para siempre. Dicen que Acorán celoso de su belleza sacudió las grandes montañas y las tierra corrió como el agua por los barrancos sepultándolo todo. Humiaga desapareció para siempre como si hubiese sido un sueño.

Texto: Marcos Alonso

3 comentarios:

  1. Me parece estar caminando por esa caldera primigenia, entre ciudades perdidas y la furia de los dioses.
    Esto pinta muy bien.

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  2. Sentadita en un piedra estoy esperando al siguiente de Andamana, la mala. Gracias.

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  3. Bueno estoy poniendo fragmentos sueltos. Tampoco quiero aburrir.

    Marcos Alonso

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