Mientras septiembre se alejaba, oficialmente se instalaba el otoño. Llevaba sin embargo ventaja al otoño o éste estaba siendo generoso. No sabría determinar quién estaba encima y quién debajo. Pero resultaba igual de placentero. Había luchado sin saber manejar la espada. Había perdido. Pero el duelo resultó fraudulento y el cuerpo se reincorporó prometiéndose inmiscuirse en nuevas peleas sólo en calidad de observador. Testigo neutral que calcularía distancias y daría la señal de crimen. Él no criminalizaría porque no se sentía inocente. Había en esta decisión una duda y una afirmación. Aceptaría los desaires mientras le ofrecieran compartirlos en lechos calientes ajenos y propios. Mientras las faldas no se resistieran a convertirse en tejidos transparentes que mostraran la calidad de un tacto nuevo o el deleite de los amores conocidos, extrañados en los momentos de lucidez emotiva. Decidió amar a todas y dejarse cortejar. Mostrarse desdeñoso, violento, sin dejar por ello de enredarse en una ternura incorregible. No haría preguntas ni juzgaría confesiones. Sólo la expresión diferenciaba una confesión de otra. Le costaba suplantar identidades. Quizás el otoño estaba cediendo demasiada ventaja y él estaba ya de vuelta de todo. O, finalmente, tras el último duelo había descubierto que no había opciones. Lo consideraba al mismo tiempo derrota y triunfo. Las amaría ciertamente en las pausas que su encierro voluntario permitiera. Bloquear la verja de la entrada a la casa y dedicarse a torturar sapos y acoger a gatos sarnosos. Amontonar brasas en un cazón de cobre y hacer de noche fuegos artifiaciales antes de templar la cama estrecha en la habitación más pequeña de aquella casa que ocupa él tras la herencia. Llega repentinamente un perfume de seda arrancada.
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