22 diciembre, 2009

No me cuentes milonga

Mientras todos observaban la tele esperando que los niños de San Ildefonso le cambiasen la vida, él estaba pero no estaba. Ensimismado frente aquella máquina, sabía que su vida no la iba a cambiar la suerte y menos esos niños uniformados que todos los años le habían tirado por tierra sus ilusiones. Hacía tiempo que no creía en ellos, como tampoco creía en lo bonito de la vida. El sonido de la máquina le embriagaba y le hacía volar, mientras su bolsillo y su vida se vaciaban con cada moneda que le metía. Y así, como cada veintidós de diciembre los niños cursis de San Ildefonso al fin cantaron el gordo, montándose el revuelo habitual junto a suspiros de frustración que navegaron por la cafetería. Giró su cabeza hacia el televisor, sin abandonar la máquina, y como ya sabía, no le había tocado ni el terminal. No es que fuera sabio, era que se había vacunado contra el lugar que le había asignado la vida,  con lo cual, ahora era un poquito menos infeliz.  Ya no luchaba por cambiarlo. El resto de infelices disfrazados, maldecía su suerte y se le quebraba otro año de ilusión, él no sintió ningún quebranto. Ya estaba quebrantado.

4 comentarios:

  1. La certeza de quien no espera nada y la soledad que esto provoca.

    Buen texto,

    Anabel, la Cuentista

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  2. Es curioso cómo estas fiestas, estos sorteos, todas estas celebraciones, solo sirven para agudizar los sinsabores crónicos que arrastramos.
    Me ha tocado... una fibra sensible, aquí dentro.

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  3. El pago de jugar, de jugarse la vida. Un buen texto.

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