El sudor resalta los relieves de sus músculos en tensión, la luz de los fluorescentes resbala por su superficie brillante, pétrea, que se contrae y relaja alternativamente.
Bajo los ojos al suelo, contengo la respiración por unos segundos, acerco la botella de agua a mis labios resecos, me humedezco el cuello, permito que un pequeño reguero surque mi escote y baje hasta mi abdomen. Sé que me está mirando.
Abandona las pesas y se aferra a las poleas. Con cada aproximación, sus brazos, su torso, cobran vida, las venas bombean, los músculos marcan su poderosa anatomía, la piel oscura, tersa, me invita a sentir su calor húmedo bajo mis dedos.
Aprovecho un descanso entre series para pedirle que me ayude
con las pesas para el press de banca. Tumbada, expectante, aguardo a que coloque en mis manos la barra, que levanta como si no tuviera peso. Puedo sentir su olor a esfuerzo, varonil, intenso, escucho su respiración, veo su cara sobre mí, angulosa, firme, percibo el contacto de sus manos con las mías, que se demoran unos segundos más allá de lo necesario. Imagino su mirada sobre mí mientras elevo y bajo las pesas y mi cuerpo se tensa, espero sus manos para recoger mi carga con un nuevo contacto, y el calor me sofoca más allá del esfuerzo. Apenas queda nadie en el gimnasio: un enclenque que se machaca inútilmente para conseguir unos kilos de más mientras el monitor lo observa con aspecto de decepción, y una señora que se engaña, tumbada en un aparato de gimnasia pasiva. Cruzamos miradas. Sus ojos oscuros aún lo parecen más, ahogados de deseo. Pasa por delante de mí, me roza apenas, y se dirige al vestuario para detenerse un instante, volver la cara para mirarme y apoyar la palma de la mano en el quicio de la puerta, en muda invitación, antes de entrar.
Siento que el corazón se me para, la cabeza se convierte en algodón, los pies se me anclan al suelo. El vestuario está demasiado cerca, su olor persiste en mis sentidos. Todos están ocupados y me niego a pensármelo más.
Me guío por el sonido de la ducha, lo único que se oye en la habitación, de paredes alicatadas y bancos de madera, que conserva los efluvios de toda una jornada de entrenamiento y productos de higiene masculina. Me paro, indecisa, frente a la puerta de cristal esmerilado, que contornea su cuerpo. Pero no es necesario que me decida: entreabre la puerta y en silencio me invita a pasar.
Como puedo, sin pensar, sin reparar en que alguien puede ver mi ropa en el suelo, me desnudo con tirones ansiosos. Zapatillas fuera, de un puntapié, mallas, top, puedo percibir su impaciencia, insistente como las gotas que caen de la ducha. Tira de mí, la puerta se cierra. Ahora solo oigo su corazón, que se desboca y compite con el mío. Ahora solo siento el agua blanda que nos acoge, la firmeza de su cuerpo bien esculpido, del que me adueño con avaricia, la rudeza excitante de sus caricias desconocidas.
Aferro con las manos su cabeza rapada, la aspereza rebelde del pelo que apenas despunta, y lo beso y lo muerdo y con la lengua juego con los pendientes que perforan su oreja y me pierdo en las sensaciones que impone su piel contra la mía.
El tiempo ha dejado de existir.
A través del sonido del agua y el deseo, la voz del enclenque nos saca de nuestro limbo. El hombre entra finalizando casi a gritos una conversación con alguien que aún está en el gimnasio, su presencia nos obliga a amortiguar la respiración, mi boca en su boca, el ansia nos devora.
Me aúpa, me engancho a su cintura con las piernas, sofoca mis labios con un beso interminable, nuestros corazones retumban en el cubículo, laten tan fuerte que podrían traspasar nuestros pechos, nos aplastamos contra la pared, el agua nos ciega, el ardor nos funde, el sonsonete nasal del canijo reaviva nuestro ímpetu.
–¡Hora de cerrar! –canturrea el monitor, irrumpiendo en los vestuarios– ¡Ducha rápida y a la calle!
El gorgoteo del sumidero camufla nuestros gemidos al derramarnos, se cierran las puertas de las otras dos duchas, abren los grifos. Nos separamos, las manos recias a abandonar nuestros cuerpos, un último beso, y otros más, apresurados, el sabor de las últimas gotas sobre nuestros rostros.
Nadie nos ve salir. Ni un gesto de despedida.Mañana volveremos a encontrarnos en la sala de musculación.
Texto: Ana Joyanes Romo
Extraordinario relato donde el sudor de la sala de musculación impregna también nuestras mentes con olores sensuales, sonidos goteantes, fuerza, pasión... Elementos que suelen caracterizar tu escritura, Ana. Un texto para disfrutar.
ResponderEliminarAquí todo se muscula...
ResponderEliminarMe ha encantado, y a estas horas, ni te cuento. En fin. Que se oye todo, se huele todo, y eso de la cabeza de algodón es precioso.
Intuyo que los protagonistas dormirán muy relajados... después de tantos esfuerzos
Sin palabras, todo son olores , sabores, deseos y pasión.
ResponderEliminarImpresionante.
Las salas de musculación son fuente divina para el culto a los sentidos, a la vista, al olfato, al oído... el que menos que se ejercita es el gusto, pero en este relato también se ha entrenado.
ResponderEliminarMuy bien Ana, hace un tiempito que no acudo a mi gimnasio. Voy a retomarlo.
Gracias, Dácil, Amando, Inma y FranCo.
ResponderEliminarMe alegro mucho de que hayáis disfrutado de este pequeño rato de ejercicio.
Como sabéis, soy firme defensora del deporte. Y de los sentidos.
Un abrazo muy grande.
¡Guau! Has logrado que se me acelere también el pulso mientras leía tu relato. Una buena manera de empezar el día. Con energía y sensorialmente "a tope".
ResponderEliminarComo siempre, un placer leerte Ana.
Gracias, Miguel Ángel, es un placer haber contribuido a que tu día empiece con energía.
ResponderEliminarEn serio, muchas gracias por apreciarlo.
Un abrazo