11 agosto, 2011

En el silencio del pasillo


Todas las noches el anciano depositaba en la mesilla un gran vaso de agua, se quitaba la ropa, se enfundaba en un pijama y, formando también parte del ritual, se desajustaba la dentadura y la hacía flotar como un pez todoboca en el vaso de agua. Desdentado se extendía en la cama y, antes de que el sueño lo invadiera a su antojo, se zambullía en el mar de la memoria surcando en vaivenes los años mozos en los que bajaba por la escotilla del barco con jovial altivez haciendo girar la cabeza de las mujeres bonitas. Esto a ella la ponía celosa. Lo notaba porque inflaba levemente las aletillas de su nariz y lo miraba de soslayo, orgullosa, disimulando su inquietud y su pasión. Sus mejillas se encendían y lucía muy hermosa. Le gustaba verla así porque era
una señal de su amor.
Al clarear la mañana el anciano despertaba y retozaba un rato. Abría los ojos y observaba las paredes de su habitación: los cuadros, las fotos familiares… Iba tomando consciencia de que todo estaba igual y de que aún era testigo de un tiempo. Los días transcurrían y el cuerpo cansando mermaba, sin embargo, las pequeñas tareas y las reflexiones sobre la simpleza de la vida lo hacían sentirse vivo. Aquella mañana siguiendo, pues, con la costumbre; se incorporó hasta sentarte en la cama, se rascó la coronilla, y miró a la mesilla de noche. Un inesperado vacío en ella, en la mesilla, le provocó de pronto un sobresalto ante la certeza de que la dentadura había desparecido y con ella el vaso de agua. No había rastro de nada. Oyó, entonces, unas risas infantiles en el silencio del pasillo, y gritó:
- ¡María, María, las niños, me cago… chiquillos del demonio, me han quitado los dien-te-e-es!
No había previsto en el anciano que a esas alturas de la vida una broma de niños le causara semejante rabia hasta el extremo de hacer retemblar su vieja garganta, y que la necesidad de una rascadera se extendiera por todo el cuerpo: la desaparición de la dentadura la concebía rotundamente como toda una violación a su intimidad.
- Tranquilo, tranquilo, papá… -lo apaciguó su hija mientras recuperaba del suelo, bajo la cama, el vaso de agua con la dentadura-, aquí está: sana y salva.
El abuelo había olvidado el comienzo del verano, el periodo estival en el que hijas y nietos regresaban a la vieja casa entre prados y sombreadas arboledas. Y fue el tintineo cristalino de las risas de una de las niñas, el brillo de sus ojos curiosos lo que apagó su enfado. Los avatares de la genética habían replicado misteriosamente la viva imagen de la abuela en la niña. Si bien ella ya no estaba para comprobarlo, en el aire flotaban notas de su música rebullendo en sus oídos y haciéndole sentir de nuevo el cariño perdido.

Texto Dácil Martín
Narración: La Voz Silenciosa

10 comentarios:

  1. Hermoso relato de vida cotidiana, de ese verano que nos llega así de este modo. A veces nos fijamos sólo en los que viajan, pero también varía el relato de la otra parte del viaje, osea los que reciben a los viajeros

    ResponderEliminar
  2. Haz sabido convertir una breve escena cotidiana en el paso de toda una vida ante nuestros ojos. Me ha encantado Dácil. Tus ojos Dácil, saben mirar.

    ResponderEliminar
  3. Así hemos de seguir proyectándonos en nuestros otros yo que son los que ahora empiezan a vivir y que lo mismo nos afligen que nos ayudan a levantar el ánimo.

    Es bonita, es tierna esa historia de verano con los nietos que vuelven y nos hacen volver.

    Un abrazo Á.

    ResponderEliminar
  4. Qué historia tan tierna, Dácil. El abuelo la sigue recordando mientras pasa la vida, por sus cuatro paredes.
    Besos, cada vez más próximos.

    ResponderEliminar
  5. Pequeños grandes temas para escribir. Me ha gustado.
    Saludos desde Argentina.
    Lucía

    ResponderEliminar
  6. En su rutina sencilla la anécdota deja de serlo para alterar el orden de la vida. Muy buen final. Dulce.

    ResponderEliminar
  7. catherine12/8/11, 1:13

    El verano en casa de la abuela con las primas... No le hacíamos tales travesuras al abuelo, pero es cierto que llegaba en su casa mucho jaleo, mucha alegría. Gracias por los recuerdos, Dácil.

    ResponderEliminar
  8. El amor nunca muere, siempre busca unos ojos para refeljarse.Muy tierno, gracias.

    ResponderEliminar
  9. Qué gran habilidad tienes para contarnos historias aparentemente pequeñas pero que encierran la experiencia vital de sus protagonistas.
    Y qué buenos recuerdos me trae!!
    Estupendo, Dácil, me ha encantado.

    ResponderEliminar
  10. Dácil Martín17/8/11, 1:11

    Gracias a todos por el caríño que muestran sus palabras.

    Amando, Catherine, Ana, Miguel Ángel, ciertamente, el verano se ve desde otra perspectivs cuando eres quien recibe al visitante.

    Angeles, diste en el clavo con la proyeción de unas generaciones en otras. Después de todo forma parte del ciclo natural de la vida.

    Isolda, Mae, son unas románticas, y yo otra. He intentado relatar el amor que nunca muere, el revivido por aquellos en los que tan sólo les queda la imaginación y la memoria.
    Elise y Montse, un saludo y bienvenidas

    ResponderEliminar

Gracias por contribuir con tus comentarios y tu punto de vista.

Los componentes de La Esfera te saludan y esperan verte a menudo por aquí.

Ésta es tu casa.